Era alto, rubio
y espejado. La luz le provenía de adentro, de afuera o mezclaba mi imaginación
con las ganas de conocerlo. Lo descubrí en una fiesta, bailaba solo, con una
copa enorme de vodka. Se me ocurrió tomarlo de la mano y arrastrarlo hasta un sillón.
No pesaba nada, tomé el resto de su copa. Saludé brindando con amigos y
enemigos, por eso detesto las fiestas, la diversión es una paradoja, o una
parajoda, da igual.
Yo también bailé
sola, pero cerca del sillón donde estaba él. Cuando sentí que si no bajaba de
la calesita caía redonda al piso, me desplomé encima de él. Me dijo cosas al
oído que nadie nunca, que era reflaca y fea, no tenían gracia mis movimientos,
mis manos parecían de albañil, del pelo no habló, porque estoy pelada, ni de las
pestañas ni de las cejas.
No quise decir
que tengo un linfoma y me hacen rayos y quimio y una farmacia de calmantes, que
no alcanzan para olvidar este infierno. Por eso dejé que se acostara en el sillón junto a mí, o encima,
da igual.
Cuando tuve
náuseas me acompañó y me sostenía la cabeza y me decía que yo era una flaca
divina, con un aura que iluminaba el mundo y a él, que sentía su propia
ausencia y sufría más de lo conveniente. Yo era su panacea definitiva. Volvimos
al sillón y nos dormimos. Cuando desperté le pedí a la dueña de casa, que
limpiaba residuos fiesteros, ya no tenía fuerzas, le pedí que tapara a mi
compañero. Ella me miró: —¿Qué compañero? Si estuviste sola toda la noche. Los
demás éramos parejas.
No le conté
nada. Alto rubio y espejado me quiso o le di pena. Da igual.
Fui directo al
hospital cubierta con una manta, tenía olor a vodka. Sentí que una mano
sostenía la mía, lo miré y era él. Me di cuenta por la luz que irradiaba, o me
esperaba, da igual.
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