sábado, 13 de enero de 2018

DEJAR HACER DEJAR PASAR


   —¿Quién fue? -Lo peguntó con voz de gallina clueca, por algo le decían Betty la malvada-.
   Lo amigos del domingo rodeaban la mesa de ravioles caseros que hacía Dionisia, con recetas herméticas, aprendidas de su familia provinciana. Tenía cultivos de plantas aromáticas desconocidas hasta por sus patrones nuevos ricos. Dionisia se acercaba al señor: —¿Qué quiere comer el hombre hoy?
   La señora, sin mirarla, decía: —Te dije mil veces que se pregunta: “¿Qué desea comer el señor hoy?”, ¿tanto te cuesta dejar de lado tu ignorancia?
   El marido sin levantar la cabeza del diario, acotaba: —Dejála, ella es así.-Luego de un eructo-. –Además cocina como una diosa, por algo se llama Dionisia, su nombre empieza con la sílaba dio, es una santa, no la jodas a ver si se nos va.
   Fue de visita Betty la malvada a la hora del té y preguntó con voz de gallina sin servir: “¿Quién fue?”. Bárbara ligeramente alterada, le dijo:  —¿Por qué preguntás siempre lo mismo y a qué te referís con quién fue, quién fue qué?
   Contestó apretando sus fosas nasales con un pañuelo de papel: Él o la que llena de flatulencias hasta los balcones.
   Todas las miradas se dirigieron al abuelo que tomaba su Bloody mary, perdido en sus recuerdos. Dionisia que cuidaba al anciano como si de su padre se tratara, respondió: —Los años de las personas mayores dejan salir sus aires internos descartables, en mi tierra dicen que se desgracian. Igual podría ser cualquiera, no veo ningún joven, ya verá señora malvada, perdón señora Betty, que a usted le pasará lo mismo.
   Betty partió sin saludar, con la nariz en alto ahora tapada entre el pulgar y el índice. Los señores le suspendieron sus francos por dos semanas. Dionisia lloró a mares porque eran los días en que mandaba sus sueldos completos a la provincia de sus parientes, tan pobres como la pobreza. Días que comerían mendrugos y mates, si les quedaba yerba.
   Los amigos de los domingos rodeaban la mesa de los ravioles dionisíacos. Le salieron tan exquisitos que repetían los platos una y otra vez. El señor abrió más botellas de vino de lo acostumbrado. Dionisia recibió felicitaciones, todos encantados con sus guantes de servir blancos, mientras en la cocina permanecían los quirúrgicos que usó para cocinar. El día anterior había lustrado la casa, no quedó ni una mácula. Nadie lo advirtió, pero a ella no le produjo ningún asombro. Los invitados quedaron tan satisfechos que no pudieron tomar el postre.
   De uno en uno parecían dormir sobre la mesa, algunos rompieron el círculo y cayeron al piso, se formó un coro de eructos ensordecedor y un tsunami de flatulencias rompió los vidrios de todas las ventanas.
   Dionisia no levantó la mesa, no quiso interrumpir el sueño de los ángeles. Se dirigió a su pequeño dormitorio y armó la valija roja que no cerraba y no cerraba. Optó por hilo sisal, asomaban ropas pero se sostenían.
   Cuando llegó el momento de cambiar sus vestidos, se produjo un push-up en el corpiño, relleno de pesos, dólares y euros. No dejó rastros de su paso por la casa. Caminó de noche hasta la terminal, sacó un pasaje a su provincia. Las demoras y roturas de micros postergaron su llegada. Una semana para abrazar a sus viejos, hermanos, sobrinos, tíos, hijos y vecinos.
   Su marido llegó bien entrada la noche, envuelto en tierra y herramientas oxidadas. Se metieron en el rancho para poner al día tanta ausencia de amor postergado.
   Los amigos del domingo fueron encontrados muertos, sin causas aparentes. Nadie reparó en los tiestos infinitos de cicuta y hongos venenosos a granel que Dionisia agregó a los ravioles del último domingo. El caso se caratuló como muertes naturales por ingestas excesivas y vinos de dudosa procedencia.
   Eran tiempos de gobiernos mafiócratas, donde los expedientes se quemaban por las dudas.
                                                         

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