Dejé mi casa
paterna por endogámicos, fachistas e insolentes. No supe cuál sería mi destino.
A la noche dormí
en el bosque, antes comí unas fresas. Empecé a extrañar el olor a tostadas y a
mi madre dando golpes a mi puerta. Vagaba y divagaba. A la hora de comer me
senté frente a mi plato, hablaban entre ellos. Papá me sirvió vino, sin querer.
En la galería dijo: —Te aceptaron en la mejor universidad de España.-Debo haber
puesto cara de opa-.
Pregunté si en
ese lugar tenía que estudiar. Eructó una mitad, la otra la reservó para decir
que a eso me mandaban.
Ahora estoy aquí
con este uniforme ridículo, corbata y ya el sobrenombre de “el sudaca”.
Armé la mochila,
le saqué algunos euros a mi pijotero compañero de pieza. Y salí a la calle. En
la parada de micros la vi y me presenté: —Yo soy Tupac y ando perdido.
Se lo dije todo
en brasilero. Ella me entendió perfecto, su nombre era Vernier. Me invitó a
tomar un café, nos contamos de nuestros países y luego de nuestras vidas. Mientras
la escuchaba hablar y no le entendía un carajo, emprendí la retirada con la
excusa de un final. Vernier querida, nunca más. Fea y bruta. Estuve tres años
viviendo del dinero de mi amigo y de mi familia.
Recorrí todo lo
que pude, dormía en cualquier parte, bancos de plaza, fogones de crotos y
ochavas protegidas. Soñaba con mi casa y alguien me pegó un puntapié. Una
señorita pidió permiso para abrir la puerta de su casa, justo yo estaba a lo
largo de una alfombra roja que llegaba a su puerta. Me invitó a pasar, ofreció
un coach para descansar y extendió un cobertor. Pasó una hora cuando comencé a
sentir que algo o alguien tiraba del cobertor, toqué el piso, gatos no eran,
perros tampoco. No! Eran sus uñas postizas, sus brazos añosos, su cirugía recién
hecha, los pechos tamaño vaca.
Saqué ese
monstruo de encima, tomé mi mochila y robé el cobertor.
Ya fue, usé mi
pasaje de vuelta y regresé a casa. Me recibieron como a Robin Hood y a coro
dijeron: —El que se fue a Sevilla y gastó nuestro dinero, perdió la silla.
Envolvieron dos
míseros sanguches. Mejor, sino capaz que me quedaba. Revisé los cajones de mis
hermanas, el bolso de mi madre y la billetera de mi padre. Ellos en el fondo se
quedarían contentos de ayudar sin que yo les pida.
En el bosque de
botellones de palo borrachos encontré a mi ex profesora Quintina Moldava. Nos
reconocimos de inmediato, a ella le faltaba una lente de sus anteojos pegados
con cinta scotch.
Con su lenguaje
bizarro: —Cuánto tiempo, Tupac, parecés un croto, ya somos dos, no me preguntes
por mis tareas porque largué todo, quiero conocer el mundo que habitamos, pasé
muchos años estudiando el que destrozamos.
La invité al
Machu Pichu, me contó que andaba sin dinero. Llamé un taxi y de Ezeiza a Puerto
Rico.
Cambiamos de
idea. Quintina no estaba en edad como para subir y bajar escaleras
machupíticas. Nos metimos en ese mar tan rico que tiene Puerto Rico. Es
milagroso acostarse con la profe más sensual de la Universidad.
No quiero buscar
ni pensar un futuro. Soy aquí.
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