Las últimas palabras
de la Psi fueron: —No te caigas más.
Los días que voy
a sesión me lesiono la rodilla, tropiezo con una piedra y luego vienen cantos
rodados que no cesan de detenerse. Muchos creyeron que mi marido, cansado de
mis protestas y maldiciones se dio el dulce gustito de la venganza. Mis vecinos
y amigos pensaron que la justicia tarda pero llega. Es cierto que mis histerias
exasperan a cualquiera, pero mi compañero sería incapaz de levantarme la mano.
Él es incapaz de nacimiento, no pone el aparato de los mosquitos, porque una
vez dormido se dirige a otros planetas mucho más felices que este.
Ayer me caí
porque no acostumbro usar la puerta para entrar a casa, salté la verja, quedé
patas para arriba como la agonía de un insecto, las bolsas del súper, de allí
venía, se abrieron, los frascos estallaron, los huevos se cascaron en el
umbral. Mi marido, de pie, miraba lamentando su mermelada y los panes que
rodaban a la cuneta. Seguía de pie, mirando las acacias. —Vos dirás en qué
puedo ayudarte.
La ira me hizo
salir saliva de las comisuras.
—Dame vuelta primero.
Vi el retrato de
un estúpido, tomó una pierna, la torció me sentó, acercó la escoba. —Agarrate
fuerte, yo solivianto y te ponés de pie, luego juntás lo que cayó del súper, yo
te abro.
Entré como pude.
Él se tiró en el sillón y puso la serie de Netflix que le cumple como un
soldado.
Le habló al aire,
que debo ser yo seguramente. —Ché, por qué no le contás a tu Psi que te caés a
cada rato? El que hace el esfuerzo de levantarte soy yo. Vos, que sos tan
creyente, preguntale si no hay grúas para personas cayentes. 
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