Anárquica,
antifeliz, antisocial, antisonrisa, antillorar, antipática. Cumplió con el
designio de su nombre: Anti. Los padres iban a inscribirla Antígona, les
pareció muy relacionado con la antigüedad y redujeron su nombre. Los amigos la
llamaban: “A”. Vivía en la Torre “A”, Depto “A”. Enfrente, en el “B” habitaba
Barnel.
Tocaba violín,
quería que multitudes aplaudieran sus virtudes. Fue parecido, pero diferente,
las multitudes que vivían en el complejo de edificios, lo odiaban. La molestia
auditiva sin horario. Debió ser eso. “A” nunca saludó a Barnel, porque era
antivecina. El ascensor coincidía en sus horarios, él tenía vergüenza que “A”
escuchara los aleteos de mariposa de su barriga y el temblor de las manos y el
violín que se deslizaba solo hacia ella, que lo empujaba con el codo, llena de
fastidio. Bajaban en el mismo piso, primero ella, luego él, tan excitado que
olvidaba el violín asiduamente. Tenía que suceder, tal vez no, pero la semana
anterior, se lo robaron. Barnel recorrió todo el edificio y los contiguos
también, no sólo le contestaban que no, le cerraban la puerta en la nariz.
Sin su violín no
podría ejecutar su Adagio de Albinoni, que cerraba la beca a Italia como
solista. Como todos los músicos era tan sensible, que aquella pérdida le
produjo tirarse del piso doce.
La muerte de
Barnel le trajo alegría a la anormal “A”.
Ella encontró el
violín en el arriate de su depto. Buscó un lugar serio y específico, lo vendió
muy bien, era un Stradivarius antiquísimo. Con el pago compró el depto de Barnel
y comenzó a estudiar violín, con un instrumento económico, antilujo.
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