domingo, 7 de enero de 2018

PASTO SECO


   Cuando se jubiló de capataz, pensó que el mundo terminaba, ignoró que se descubría uno nuevo. Tomaba mate en el banco del fondo y conocía las melodías de todos los pájaros, benteveos, calandrias, jilgueros, horneros, zorzales, ratoneras, colibríes y algún extranjero  visitante sediento, que atravesaba  el lago, se iba saludando con su melodía.
   Toribio estaba a gusto. Su mujer, Rosa, odiaba el mate, el zorzal que cantaba a cualquier hora y cuando el humo de la fogata se metía en la casa tenía la costumbre de gritar a su marido. —De acá siento el olor del toscano y entra en la casa.
   Toribio se cansaba de las protestas de su mujer. Montaba su caballo pinto, igual al de Perón, pero éste casi besaba el piso. A paso lento llegaba a la cancha de bochas del Club Pasto Seco. Sus amigos ya estaban jugando y cuando lo vieron le dieron las “Buenas y santas”, sin mucho entusiasmo. Toribio ganaba siempre. Pero no se jactaba y si alguno, cosa rara, le ganaba, lo aplaudía con un sapukay que hasta la Rosa escuchaba. La mujer del dueño de Pasto Seco preparaba tortas fritas y chipás, Toribio se atosigaba hasta no dar más. Escuchaba la campana de su casa, hora de comer. No comía casi nada. —Yo sé qué tenés en la barriga, vaya a saber la cantidad de tortas fritas y chipás. ¿Me querés decir para quién cocino yo?
   Toribio era un pan de dios y no le gustaba discutir a la vejez varicela. Se acercaba a la mejilla de Rosa para agradecer y ella le metía un codazo. La primer mañana de otoño, Rosa miró desde la cocina. Él tomaba mate en el banco del fondo, dos zorzales amigos descansaban en su cabeza.
   Ella tuvo un ataque de ternura y tomó asiento al lado de Toribio. Estaba helado y su corazón no latía. Los zorzales cantaban su ausencia. Rosa lloraba sin lágrimas en medio de Pasto Seco, cientos de pájaros lugareños asistieron al velorio.
                                                         

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