Cuando se jubiló
de capataz, pensó que el mundo terminaba, ignoró que se descubría uno nuevo. Tomaba
mate en el banco del fondo y conocía las melodías de todos los pájaros,
benteveos, calandrias, jilgueros, horneros, zorzales, ratoneras, colibríes y algún
extranjero visitante sediento, que
atravesaba el lago, se iba saludando con
su melodía.
Toribio estaba a
gusto. Su mujer, Rosa, odiaba el mate, el zorzal que cantaba a cualquier hora y
cuando el humo de la fogata se metía en la casa tenía la costumbre de gritar a
su marido. —De acá siento el olor del toscano y entra en la casa.
Toribio se
cansaba de las protestas de su mujer. Montaba su caballo pinto, igual al de
Perón, pero éste casi besaba el piso. A paso lento llegaba a la cancha de bochas
del Club Pasto Seco. Sus amigos ya estaban jugando y cuando lo vieron le dieron
las “Buenas y santas”, sin mucho entusiasmo. Toribio ganaba siempre. Pero no se
jactaba y si alguno, cosa rara, le ganaba, lo aplaudía con un sapukay que hasta
la Rosa escuchaba. La mujer del dueño de Pasto Seco preparaba tortas fritas y
chipás, Toribio se atosigaba hasta no dar más. Escuchaba la campana de su casa,
hora de comer. No comía casi nada. —Yo sé qué tenés en la barriga, vaya a saber
la cantidad de tortas fritas y chipás. ¿Me querés decir para quién cocino yo?
Toribio era un
pan de dios y no le gustaba discutir a la vejez varicela. Se acercaba a la
mejilla de Rosa para agradecer y ella le metía un codazo. La primer mañana de
otoño, Rosa miró desde la cocina. Él tomaba mate en el banco del fondo, dos
zorzales amigos descansaban en su cabeza.
Ella tuvo un
ataque de ternura y tomó asiento al lado de Toribio. Estaba helado y su corazón
no latía. Los zorzales cantaban su ausencia. Rosa lloraba sin lágrimas en medio
de Pasto Seco, cientos de pájaros lugareños asistieron al velorio.
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