Durante las
fiestas, mi amigo Alberto y yo escapábamos de nuestras casas. Recorríamos
iglesias vacías de cultos diferentes. Nadie se percataba de nuestra ausencia, las familias tomaban hasta el año que viene, se peleaban, se abrazaban y hablaban en
lenguaje etílico.
Sentíamos que
los bancos largos, bendecían nuestra presencia. Allí nos íbamos, queríamos estar
con nosotros, un silencio propio que sólo compartía con mi amigo Alberto.
Tenía otros
amigos, que después pretendían cumplir funciones de novios. Traicionar la
amistad. Con Alberto jamás sucedió, era mi amigo. Hacíamos Teatro juntos.
Admiraba sus trabajos y sus críticas. La adolescencia es traidora, empecé a
preguntarme por qué no me avanzaba, para él soy fea, el Teatro no es lo mío. No
tenía tetas, mil razones.
Esperé un tiempo
prudencial, fijado por mí misma. Toqué la aldaba, no había timbre, me hizo
pasar su hermana al dormitorio. Estaba tirado en una cama, leyendo sus libros
que me importaban un bledo, hasta que él me enseñó los significados de Marx,
Engels, Trotsky. Acosté mis huesos sobre él, besaba raro, en cuanto a lo otro,
tenía faltantes importantes. Él me decía “Talón de fuego” y me anunció que mis
tetitas habían crecido.
Le dije que ya
era mi hora de volver, no sé adónde, pero ya se me ocurriría. Fui a lo de su
amigo Miguel. Vivía en un entrepiso sin baño, iba a mear al Bar de la esquina.
Lo hicimos de una, el primero es siempre raro, después se aceitan las bisagras
y es casi una fiesta. Acá se suspendió, aparecí al día siguiente.
—Sería prudente
que fueras al Gineco, tenés hongos, herpes o algo más importante. Anoche me
miré y mi pito parecía un tomate, con minigusanos. Avisale a Alberto, vos
debiste ser su primera relación.
Tomé un taxi, le
dije lo de Miguel.
—A mí no me
importa, igual quiero que sigas conmigo, él acostumbra el touch and go.
No me dieron
ganas ni de besarlo, prometí que la otra semana le contestaba. Estaba
obsesionada con Miguel y dije que a Alberto no lo quería ver más. Le conté lo
de la semana que viene.
—¡No! ¿Sabés por
qué? Le dejaste una lucecita de esperanza. Es un tipo impecable, no sé cómo
pudiste, le creaste falsas expectativas. Acá no vengas más.
Me atendió
nuestro Médico de cabecera. Lloraba, me dio vergüenza.
—Mostrame, yo no
le diré una sola palabra a tu Padre, lo juro.
Puso cara de
preocupación.
—Tenés una
infección que ocupa todo el útero, te voy a dar una inyección y estos óvulos. Guardá
cama y decile a tus Padres, que te duelen los ovarios. Venite dentro de ocho
días.
Me curé,
aparecieron otros tipos, pero ya eran relaciones de un mes, seis meses, cuatro
años. Ahora tengo setenta, quise anotar en un cuaderno, los nombres de mis
amigovios y cuando parecía que estaban todos, entraba en mi memoria, que
faltaban unos cuantos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario