Rosario montaba
al amanecer, usaba una galera marrón con cintas, unos bridges blancos, sin
mácula y un miriñaque cubierto de seda glisada. El caballo recibía un puntapié
delicado y empezaba su recorrido. A Rosario le gustaba correr hasta la laguna,
las cintas volaban, la seda se enamoraba del viento, cubriendo las ancas de su
caballo.
Ella sabía
ponerse de pie en la montura, el miriñaque la protegía, danzaba levantando una
pierna con medias, zapatillas de bailarina y ligas de encaje blanco, ponía sus
manos en el corcel y cantando una canción medieval, llegaba a un castillo
abandonado. Le daba agua al animal y se metían en la laguna, ambos para
quitarse el calor de correr bajo los olivos. Preparaba un colchón de paja
brava, el corcel, agotado, se acostaba. Rosario entraba al castillo y siempre
había un lecho mullido, para que descansara. ¿Quién hacía todo esto? Para ella
era un misterio que prefería ignorar.
Todos los
amaneceres, Rosario repetía la misma ceremonia. Cabalgar hasta el castillo y
descansar en el mismo lecho. Había un olor a espliego que la hacía descansar
profundo. Una mañana llegó al castillo y la mitad se había derrumbado.
Necesitaba descansar, le pareció muy natural que su lecho estuviera en el único
lugar techado. Alguien había reforzado con un dosel de hierro, el contorno del
lecho, para evitar que le cayera un pedazo de techo en la cabeza. Esta vez
también prefirió ignorar quién era.
Pasó mucho tiempo
estudiando en Bahía Blanca. Dejó a cargo de unos vecinos de su confianza, una
maleta enorme, con todos sus disfraces de amazona. Y suelto a su aire, el
caballo que ella montaba.
Volvió dos
años después en el mes de Octubre, donde los árboles reventaban de
hojas, de frutos y flores. Llamó a su caballo haciendo silbato con los dedos,
apareció enseguida, lo montó en pelo y recorrió todo el paisaje.
El castillo no
estaba, se había derruido en su totalidad. Le sorprendió encontrar un lecho de
campaña, bajo unos aromos y en una mesa chica, con una pata quebrada, había una
copa inmensa de helado de chocolate y limón recién servido. Rosario se lo comió
tan rápido como cabalgaba, con los dientes congelados se levantó y caminando
encontró, entre los escombros, una vieja zapatilla de baile, un sombrero que en otros
tiempos debió ser muy hermoso y un pedazo enorme de seda, que glisaba desde
unas piedras.
Montó a paso
lento y esta vez, también prefirió ignorar.

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