martes, 14 de enero de 2020

MISTERIOS ELEGIDOS


   Rosario montaba al amanecer, usaba una galera marrón con cintas, unos bridges blancos, sin mácula y un miriñaque cubierto de seda glisada. El caballo recibía un puntapié delicado y empezaba su recorrido. A Rosario le gustaba correr hasta la laguna, las cintas volaban, la seda se enamoraba del viento, cubriendo las ancas de su caballo.
   Ella sabía ponerse de pie en la montura, el miriñaque la protegía, danzaba levantando una pierna con medias, zapatillas de bailarina y ligas de encaje blanco, ponía sus manos en el corcel y cantando una canción medieval, llegaba a un castillo abandonado. Le daba agua al animal y se metían en la laguna, ambos para quitarse el calor de correr bajo los olivos. Preparaba un colchón de paja brava, el corcel, agotado, se acostaba. Rosario entraba al castillo y siempre había un lecho mullido, para que descansara. ¿Quién hacía todo esto? Para ella era un misterio que prefería ignorar.
   Todos los amaneceres, Rosario repetía la misma ceremonia. Cabalgar hasta el castillo y descansar en el mismo lecho. Había un olor a espliego que la hacía descansar profundo. Una mañana llegó al castillo y la mitad se había derrumbado. Necesitaba descansar, le pareció muy natural que su lecho estuviera en el único lugar techado. Alguien había reforzado con un dosel de hierro, el contorno del lecho, para evitar que le cayera un pedazo de techo en la cabeza. Esta vez también prefirió ignorar quién era.
   Pasó mucho tiempo estudiando en Bahía Blanca. Dejó a cargo de unos vecinos de su confianza, una maleta enorme, con todos sus disfraces de amazona. Y suelto a su aire, el caballo que ella montaba.
   Volvió dos  años después en el mes de Octubre, donde los árboles reventaban de hojas, de frutos y flores. Llamó a su caballo haciendo silbato con los dedos, apareció enseguida, lo montó en pelo y recorrió todo el paisaje.
   El castillo no estaba, se había derruido en su totalidad. Le sorprendió encontrar un lecho de campaña, bajo unos aromos y en una mesa chica, con una pata quebrada, había una copa inmensa de helado de chocolate y limón recién servido. Rosario se lo comió tan rápido como cabalgaba, con los dientes congelados se levantó y caminando encontró, entre los escombros, una vieja  zapatilla de baile, un sombrero que en otros tiempos debió ser muy hermoso y un pedazo enorme de seda, que glisaba desde unas piedras.
   Montó a paso lento y esta vez, también prefirió ignorar.

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