viernes, 24 de enero de 2020

DESDE LA PLAZA


   Las manos de Bruno temblaban y no las podía controlar. No dejaba de fumar, aunque el pucho le bailara entre el pulgar y el índice, se dio cuenta que “prometer” era una palabra utópica. “Te prometo que dejo el pucho.” Bruno dijo: “te prometo que te voy a querer siempre.”
   “Siempre” le pareció una palabra superflua y agobiante. Tiró el pucho al empedrado, recordó que a esa hora, en esa esquina, Raquel pronunció: “Yo también te voy a querer siempre.” Ella lo dijo con el casette puesto y el énfasis actoral dispuesto a lo peor.
   Cuando entraron a la pensión, parecía todo clausurado, menos una escalera, que daba a la pieza sin baño de Raquel. Había olor a extracto de cigarrillos rubios, mezclado con olor a plancha de cocina, sucia. El anafe, estaba conectado a una garrafa, tan triste como el resto.
   Bruno sintió que ese lugar le pertenecía, mientras el pucho le temblaba y Raquel preparaba té, en un jarrito cascado. Lo sirvió en dos vasos, como muchas familias judías. Raquel, era judía. Bruno no era xenófobo. Pero lo que menos le gustaba de Raquel, era que fuese judía y que tomara té, en vaso transparente.
   Quedó embarazada, los dos quisieron. Fue varón y se llamó León.
   La pensión terminó en hacinamiento y discusiones estériles, recurrentes, impotencia, odio. Raquel y Bruno, convivieron con León, tres años. Bruno se fue sin decir nada. Raquel lo supo antes que él y tampoco dijo nada.
   Cuando León tenía seis años, preguntó por su padre. Raquel sacó fotos, contó historias y ocultó rencores. León dormía tranquilo, mientras alguien fumaba, con el pucho entre el pulgar y el índice, temblaba y miraba la ventana de León, desde el banco de la plaza, lejos.

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