domingo, 26 de enero de 2020

CRUCERO


   Nunca me gustaron los chicos, su manera de molestar para capturar la atención de los adultos y monopolizar conversaciones con palabras de mayores. Oliverio era un niño encantador, se podía hablar con él, porque decía cosas que daban risa, él sabía que yo era una tumba, frente a sus apreciaciones parentales.
   —Mamá no es como vos, lo que yo digo no le importa. Me baña con un odio que siento cuando pasa con fuerza la esponja, me seca pensando en no sé qué y deja zonas húmedas.
   No supe qué decirle, porque mi hermana parecía no tener corazón.
   —Tenés preparado en la cama lo que te vas a poner hoy, es Domingo, te tenés que confesar, comulgar y cumplir la penitencia que te dé el Sacerdote Ramón.
   Mi hermana era como Mamá, el que no respondiera a su mandato, dejaba de existir.
   —Oliverio, no quiero desautorizar a tu Madre, pero la religión para mí no existe, si querés podés tener un dios personal, para recurrir cuando lo necesites, sin tener que ir a misa y hacer penitencia. ¡Por favor!, en qué siglo vive esa Mujer.
   Él siguió siendo mi sobrino, el único niño que quise, admiré su inteligencia que me sobrepasaba. Yo vivía con Daniel, el Capitán de un barco, que hacía viajes al Uruguay y luego seguía hasta Brasil. Hablé con mi hermana para preguntar, si Oliverio podía venir con nosotros, unos quince días o más.
   —Sos una divina, si me sacás ese chico consentido, que me resulta un peso inmerecido. Llevalo nomás, aunque sea para extrañarlo un poco y quererlo un poco más.
   Su declaración era sincera, pero me hacían dudar sus maneras poco felices, al referirse a Oliverio. A Daniel, mi pareja, le encantó viajar con él. No teníamos hijos y nuestro Sobrino era el elegido en reemplazo del hijo, que no pudimos tener.
   Cuando subimos al barco, el Padre lo saludaba levantando su sombrero, mi hermana levantaba un pañuelito blanco, que parecía pesar una tonelada. Se fueron antes de zarpar, mi hermana arrastraba a mi cuñado, parecían una familia común, la menos común de las familias.
   Pobre Oliverio, pasó el viaje vomitando.
   —¿Tía, navegar produce el efecto de estar prendido al inodoro? Pensá que todavía no conozco la cubierta…
   Trabó relación con una tal Muriel. Me sentí exultante, por fin Oliverio socializaba con alguien. Lo que no imaginé fue su transformación en amigovio. En algún momento, cuando tanto lo descomponía, pensamos en tomar un avión. Los había visto la noche anterior, dándose piquitos en la baranda.
   Al día siguiente golpeé su camarote y allí no estaba. Busqué por todo lugar, pedí ayuda, había otros Padres que perdieron a su hija, su nombre era Muriel. Hicimos denuncias conjuntas, en Consulados, Embajadas, Marina Mercante, lugares absurdos.
   Me comuniqué con mi hermana y llorando le conté que había perdido a Oliverio.
   —Ey, vos no te preocupes, disfrutá tu viaje, Oliverio desaparece a veces por tres días, pero no me hago problema, porque va a lo de los primos, que viven en el campo. O visita a los Abuelos, por dos semanas. ¿Y con ustedes? Prácticamente vive y los quiere más que a nosotros, me parece.
   Yo quedé catatónica, con la respuesta de mi hermana. Estaba casi segura que esa Mujer era una psicótica. Recibimos una llamada anónima de un campo de migrantes, con una carpa de niños, que habían sufrido el embate armado, sobre civiles. Hubo bajas y algunos heridos.
   Llegamos con Daniel en helicóptero, nos apretábamos las manos y temblábamos. Lo que vino después pareció una pesadilla. Llegamos a ver a Oliverio agonizando, sin expectativas de vida, a Muriel la habían vendido.
   Me volví tan loca como mi Madre, cuando el único remedio fue la internación. Yo me interné por propia voluntad, tuve miedo por los demás y por mí. Mi hermana vino a parar conmigo, tenía una culpa universal, de ella se encargó su Marido. Dormíamos juntas y volvimos a ser dos niñas, nos hicimos amigas.
   A los cinco años de lo irreparable nos escapamos al mar, hasta el horizonte. Cuando nos encontró Prefectura, con hipotermia, mi hermana y yo preguntábamos: —¿Y Oliverio dónde está?
   —¿Y Oliverio dónde está?
   Llegamos a la vejez, viviendo juntas y solas, sin decirnos nada.
   Ella nunca me perdonó, yo tampoco.

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