sábado, 25 de enero de 2020

EL BOSQUE HUNDIDO


   El terreno era irregular, las casas estaban tan espaciadas que parecían yuyales. Yo me aburría de esa casa, como me ocurrió toda la vida con todo.
   Había un viejo Bar con un escaño y bancos altos. Tomaba todas las mañanas tres vasitos de grapa, ése era mi desayuno. Tenía la costumbre de andar siempre con piloto, era la única prenda que dejó mi Abuelo, olvidada en un ropero. Había un lago con agua de deshielo y en el fondo un bosque sumergido. Como el agua era transparente, la magia parecía un milagro del cielo. Hacia abajo del Bar, una casita que se pintaba todos los años de blanco, con una galería rodeada de cactus raros.
   Todos los años llegaba un auto viejo, que manejaba un hombre grande de pelo blanco, el traje que llevaba le colgaba cansado como los años de su cuerpo. A la semana aparecía una mujer joven, en una estanciera de madera. Con dos valijas y un paquete de provisiones. Se quedaban varios meses, nadie podía prever, cuándo partirían.
   Desde mi banco, con un pucho colgando, no me gusta usar la mano para fumar y poder hacer otra cosa, leer diarios viejos o vislumbrar algún cambio que casi nunca ocurría.
   En el bar conocía a todos los parroquianos, no hablábamos entre nosotros, cuando mucho algún comentario corto de la pareja de enfrente. Tenían una Vieja que les limpiaba la casa, preparaba la comida y manejaba la estanciera cuando terminaban las provisiones.
   Nunca me pude explicar si la pareja era un matrimonio o el Viejo era el Padre de la joven y la Vieja que limpiaba, se quedaba sola dentro de la casa hasta que ellos volvieran.
   La Joven venía al Bar y tomaba un whisky despacio, se sentaba al lado mío, sin abrir la boca, terminaba su vaso y brindaba mi copita vacía.
   El Viejo la esperaba a mitad de camino, se daban un beso de novios hartos o de parientes lejanos.
   Una noche de calor, donde uno, la ropa y los objetos, parecen pegarse, caminé al amanecer, al lago del bosque sumergido. Iban los dos, uno a cada lado, levantando atada de pies y manos, a la Vieja. Hondo, hasta donde pudieron nadar. Se escuchaban risas y de pronto un silencio, se deslizó un enorme pedazo de hielo y subió de nivel. Tapando a los tres cuerpos. La Joven era buena nadadora, se abrazó a un árbol sumergido y llegó a la superficie.
   Caminó con lentitud hasta llegar a las piedras. Cerca de medianoche, corrió de prisa al auto viejo del Viejo. Le debieron quemar los pies, arrancó con dificultad y después partió despacio, por el camino de ripio. Yo podía espiar toda la escena. Ella vio que yo rumbeaba para el Bar. Reculó el auto con una botella de grapa, extendió su mano y me la dio sin mirarme. Dobló y se sumergieron el auto y ella, en el lago del bosque hundido.

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