El terreno era
irregular, las casas estaban tan espaciadas que parecían yuyales. Yo me aburría
de esa casa, como me ocurrió toda la vida con todo.
Había un viejo
Bar con un escaño y bancos altos. Tomaba todas las mañanas tres vasitos de
grapa, ése era mi desayuno. Tenía la costumbre de andar siempre con piloto, era
la única prenda que dejó mi Abuelo, olvidada en un ropero. Había un lago con agua
de deshielo y en el fondo un bosque sumergido. Como el agua era transparente,
la magia parecía un milagro del cielo. Hacia abajo del Bar, una casita que se
pintaba todos los años de blanco, con una galería rodeada de cactus raros.
Todos los años
llegaba un auto viejo, que manejaba un hombre grande de pelo blanco, el traje
que llevaba le colgaba cansado como los años de su cuerpo. A la semana aparecía
una mujer joven, en una estanciera de madera. Con dos valijas y un paquete de
provisiones. Se quedaban varios meses, nadie podía prever, cuándo partirían.
Desde mi banco,
con un pucho colgando, no me gusta usar la mano para fumar y poder hacer otra
cosa, leer diarios viejos o vislumbrar algún cambio que casi nunca ocurría.
En el bar
conocía a todos los parroquianos, no hablábamos entre nosotros, cuando mucho
algún comentario corto de la pareja de enfrente. Tenían una Vieja que les
limpiaba la casa, preparaba la comida y manejaba la estanciera cuando
terminaban las provisiones.
Nunca me pude
explicar si la pareja era un matrimonio o el Viejo era el Padre de la joven y
la Vieja que limpiaba, se quedaba sola dentro de la casa hasta que ellos
volvieran.
La Joven venía
al Bar y tomaba un whisky despacio, se sentaba al lado mío, sin abrir la boca,
terminaba su vaso y brindaba mi copita vacía.
El Viejo la
esperaba a mitad de camino, se daban un beso de novios hartos o de parientes
lejanos.
Una noche de
calor, donde uno, la ropa y los objetos, parecen pegarse, caminé al amanecer,
al lago del bosque sumergido. Iban los dos, uno a cada lado, levantando atada
de pies y manos, a la Vieja. Hondo, hasta donde pudieron nadar. Se escuchaban
risas y de pronto un silencio, se deslizó un enorme pedazo de hielo y subió de
nivel. Tapando a los tres cuerpos. La Joven era buena nadadora, se abrazó a un
árbol sumergido y llegó a la superficie.
Caminó con
lentitud hasta llegar a las piedras. Cerca de medianoche, corrió de prisa al
auto viejo del Viejo. Le debieron quemar los pies, arrancó con dificultad y
después partió despacio, por el camino de ripio. Yo podía espiar toda la
escena. Ella vio que yo rumbeaba para el Bar. Reculó el auto con una botella de
grapa, extendió su mano y me la dio sin mirarme. Dobló y se sumergieron el auto
y ella, en el lago del bosque hundido.

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