Ni bien se
despertaba, tanteaba su atado en la mesa de luz. Prendí uno y lo fumaba entre
dormido. Desayunaba café negro con un cigarrillo en la mano. Con la colilla de
uno, prendía el siguiente.
Cuando se
jubiló, al personal lo alegró mucho. Ni cuando abrían una ventana tras su
espalda, en pleno invierno, él dejaba prendido un cigarrillo en cada tablero,
para no tener que caminar. Mandó sacar los papeles que decían: “Prohibido
Fumar”. Escuchó por primera vez: “Fumando espero al hombre que yo quiero…”
Pensó: “Fumando
espero a la mujer que yo quiero…” Contrató una Acompañante para fumar con
alguien, mientras la esperaba, fumaba y cuando llegaba, fumaban los dos.
Hablaban poco, exhalar todo el tiempo los enmudecía.
Cuando caminaba
con las manos en los bolsillos, se incrustaba el filtro en un diente que le
faltaba. En el mar, mientras barrenaba, la mujer que contrató le sostenía un
pucho prendido, para cuando saliera del agua. Los amigos que siempre esperaban
sus conversaciones hilarantes, habían dejado de fumar y dejaron de visitarlo
llegando a la conclusión: “Fumar es malo para la Salud”.
Echó a su Acompañante,
por concurrir a “Chau Pucho”.
—¿No te das
cuenta que te podés morir?—le advertía algún amigo.
Al poco tiempo
se murió, no por el cigarrillo sino por un micro que lo atropelló. Entre todas
sus amistades, le compraron un ataúd. Él gastaba todo su dinero en paquetes de
cigarrillos. El día del sepelio, mientras lo bajaban, los más allegados
lloraron para cerrar el duelo.
Donde estaba su
sepultura, comenzó a salir humo. El Cuidador del Cementerio, lo desenterró y
levantó la tapa del ataúd. Estando muerto, seguía fumando.
Dejo aquí,
porque me quedé sin cigarrillos, voy a comprar un atado en la esquina, no puedo
escribir si no tengo un pucho prendido.

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