Pasar de la
llanura eterna a vivir elevaciones de piedras, bosques, piñoneros, retamas y
espliegos. Frente a nuestra nueva casa, pasaba un arroyo donde el agua corría y
nos dejaba hoyas para tomar baños en el verano. Agujeros de piedra que parecían
darnos masajes en la espalda. Había noches de calor que nos metíamos desnudos.
El pueblo era
endogámico. No sabíamos quienes vivían en esas casitas, siempre permanecían con
sus ventanas cerradas y las puertas igual, como si no viviera nadie. Me pareció
una buena idea ir casa por casa para informarles que éramos vecinos recién
llegados. Íbamos cargados de flores de regalo. Tocábamos timbre, golpeábamos y
alguien nos atendía a través de mirillas exiguas que cerraban de inmediato.
No éramos
bienvenidos. Fuéramos donde fuéramos. Nos miraban con desconfianza y ganas de
expulsarnos. Hasta le pidieron al Intendente que nos echara, adujeron que no
éramos trigo limpio.
La poca gente
que encontrábamos, vestía capuchas negras, vestidos hasta el suelo que ellos
mismos se pisaban al caminar.
—Nora, ¿te diste
cuenta que toda Latinoamérica te juzga por lo que llevás puesto? Argentina es
el peor lugar, nuestras ropas con agujeros les dan horror. Son todos rubios y
de ojos celestes, no nos miran, nos espían. Descendientes de daneses anclaron
por estos lares. Vos sos morochasa y yo negro carbón. Cuando empezó la
pandemia, fuimos los primeros en sufrirla. Cuando se expandió entre ellos la
misma enfermedad, nos tuvieron tanto miedo que peleábamos todo el día por
nuestro propio miedo.
Nos separamos en
buenos términos, Nora se casó con un rubio danés y yo con una rubia
transparente. Poco a poco nos vestimos con capas negras y capuchas. El día que
nos cruzamos por una calleja, no nos saludamos.
Teníamos
comportamientos y creencias diferentes. Hartos de esas gentes, como encerradas
para siempre, nos fuimos en una casa rodante. En la última curva vimos nuestra
casa incendiada.

No hay comentarios:
Publicar un comentario