Me ciega el
corazón, me aleja de los otros. Su modo de querer, la hondura de su tormento.
El viento jugaba para encontrarnos. Lograba silencios hablados. Las caricias
surgían con una pasión desesperada. Si yo hubiera sabido que no le pertenecía,
me daba igual.
Él marcaba su
territorio y en ese lugar me castigaba, después lloraba con la orfandad de un
niño abandonado. Lo conocí en otoño, en el invierno nos abrigábamos con
abrazos. No vivíamos juntos, lo consideraba imprudente, tenía miedo de su bipolaridad.
Llegó la
primavera y por primera vez, me sentí completa, sin él. Me molestaba su
presencia y corté nuestra relación. Noté que me seguía de lejos a todas partes
donde fuera. Tenía amigas que me hicieron conocer boliches para bailar, para
tomar una copa y en cualquier rincón estaba él mirando raro, con ojos de amor y
odio. Yo me desplazaba lejos, muy lejos de aquel fantasma. A veces lograba
pensar que se diluía. Una noche, caminando sola, noté una sombra tras de mí.
¿Era un árbol?¿Un perro grande?¿Un caballo? El cuerpo se me llenó de miedo, era
de noche, me sorprendió aquella sombra con un cuchillo en la mano.
Nunca supe si
era verdad o mentira, hasta que me alcanzó. Había contratado a un payaso, que
me siguió hasta la esquina, con aquel cuchillo de papel.
Al otro lado de
la pared me esperaba él. Mirando mis ojos y acariciando mi pelo, caminamos
juntos. Aquel hombre recuperado, me cegó el corazón, con un beso infinito.

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