Joasch, desde
los seis años las hermanas lo llamaban Opa, si alguna le hablaba levantaba sus
ojos del libro.
—Ché, Opa, andá
a la panadería.
Él contestaba,
retomando su lectura y con la boca abierta:
—No puedo,
necesito saber cómo continúa el tal Homero, la Ilíada, para más datos. Un
ejemplar que hasta que no llegue al final, ni pienso dejar. Después tengo El Quijote
de la Mancha, en castellano antiguo. Es prestado y lo tengo que devolver la
semana entrante. Hagan de cuenta que soy invisible.
A los treinta,
se mudó a un pen-house y su vida consistía en leer en el micro, en el subte, en
la plaza, para airearse, respirar y seguir leyendo. Se pasaba de Estación, por
leer el último capítulo de cualquier libro que le interesara mucho.
Su depto
constaba de paredes cubiertas con libros de piso a techo. Obras de autores
preferidos. Llegó un momento que se enfermó y lo internaron. Los Médicos le
tenían prohibida la lectura. El diagnóstico fue: cáncer terminal de libro.
Al enterarse,
leía los papelitos de los medicamentos. Le dio una depresión más importante que
sus libros. Lo dejaron ir porque no alcanzaban las camas. Cuando llegó a su
casa fue directo a la ventana, pensando que estaba cerrada, apoyó la frente en
esos vidrios tan transparentes, que sin premeditación se cayó del piso catorce,
a la altura de la parada del micro 206. El cuerpo no resiste tal altura y
mientras caía no pudo pensar más.
Uno decía que se
había suicidado. Los vecinos hablaban de un accidente desgraciado. Rodearon el
lugar con cintas amarillas. Antes de eso, Joasch, había arrojado su biblioteca
completa.
Una joven se
enfrentó con otro joven y levantaron todos los libros que pudieron. Se conocían
de la Facultad.
—¿Cómo podés
llevarte estos libros que son de mi Padre?—dijo ella.
—No, te
equivocaste, esos libros pertenecen a mi Padre.
Ambos quedaron
suspendidos, acariciando los libros.
—¿Tu Papá era mi
Papá también? ¿Deduzco mal? ¿Somos hermanos?
Se miraron a los
ojos y eran los mismo ojos de aquel Señor, que pasó toda su vida leyendo.

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