Elisa
entristecía cuando su Marido trabajaba en el centro. Tenían un amigo vecino,
que la acompañaba cuando ella estaba sola. Le ayudaba a preparar la comida, a
hacer los mandados, trapetearle los pisos y cortar el pasto. A mitad de la
mañana, tomaban mate y se hablaban todo, cosas de risa, nada deprimente.
En ocasiones, el
Marido llegaba más temprano y los encontraba cortando cebollas o leyendo
poesías. Toda la distribución de los muebles, era a gusto del Vecino. Pedro
escuchaba la voz a su llegada, le producía escozor la visita cotidiana del
Vecino. A Elisa se le apagaba la mirada cuando él retornaba del Estudio. Apenas
un saludo para ambos y se tiraba en su sillón propio, a mirar tele. El sillón
tenía el mismo olor del Vecino.
Después de
soportar durante mucho tiempo la ocupación vecinística, lo fue odiando de a
poco y un día le tiró sus zapatos por la cabeza. Le dijo que se fuera. Elisa se
marchitó con aquella ausencia. Lo llamó para invitarlo a dormir la siesta
juntos. Aprovecharon aquel tiempo precioso para hacer el amor tan postergado.
Un día hubo paro y el Marido los sorprendió en esas lides. El Vecino no se fue,
huyó. Le dio las gracias a Elisa por todos esos momentos tan bien acompañados.
Pedro olvidó
aquel episodio. Elisa no pudo olvidar.
El Vecino
consiguió una mujer que lo visitaba todas las mañanas, picaban cebolla, leían
poesía. Elisa escuchaba las risotadas. El balcón la tentó.

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