—Bueno, le voy a
poner cloro a la pileta.
A mí no me
pareció que necesitara más cloro.
—Esto la hace
más transparente, mejor le agrego ácido, así me gusta más. Yo recién me tiré.
¿Por qué no hacés lo mismo?
La vi vasito, me
dio un empujón y la pileta estaba totalmente llena de ácido puro. Sentí que me
quemaba lentamente. El muy truhan me
miraba desde arriba. Parecía sonreír a medida que me deshacía. Las capas de mi
piel flotaban en todas partes. Lo último que vi fueron mis ojos, que él mismo
los tenía en la mano.
No sabía que me
odiaba tanto. Metió mis pedazos en un baúl antiguo y me trasladó de Argentina a
México, de allí a Italia y los últimos años viví en Berlín. Hicieron
trasplantes de toda índole. Hasta me donaron los ojos. Fueron 25 años de
sufrimiento. Un Médico loco y sabio, logró instalarme un brazo de titanio, que
funcionó como si fuera propio. El costo de todo aquello corrió por cuenta de
una persona que nunca conocí.
Cuando volví a
Buenos Aires me instalé en la casa donde ocurrió. Él estaba sentado, de
espaldas a la puerta, leyendo el diario, mirando una película y hablando por
celular, mientras tomaba whisky del pico.
Llené la pileta con ácido muriático. Cuando
por fin se durmió, arrastré el sillón al borde. Cayó solo por un declive. No
quedó nada de él. Las paredes se derrumbaron sobre sí mismas. Encargué dos camiones
de tierra. Planté unas semillas de césped que traje de México. Se transformó en
una superficie verde, pero no crecía ninguna flor.
Por carta llegó
el nombre del filántropo que cubrió mis gastos. Prometió una visita, que se
hizo cierta, era el Médico loco, tomamos un five o´clock tea. Lo demás es lo de
menos.

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