—Para mañana por
la mañana, necesito la última parte del cuento, no crea que mi parentesco
lejano con su Padre, haría funcionar su postergación, el parentesco en la
entrega será más cercano. Yo también tengo mi compromiso y está firmado.
Me miraba mientras
su índice gordo me señalaba, el Editor me dio la oportunidad y le estoy
haciendo una bizarría. Los chistes del Diario, eran su cultura. No iba más allá
de su obsesión para la venta, de las porquerías que le entregaran, mientras que
le pidieran tres ediciones consecutivas.
La hoja en
blanco era una tortura, noche cerrada y debí abrir mi imaginación. Mi Padre,
tutor acertado, decía que empezando por el final, se llegaba al principio,
nunca lo pude hacer. La birome se retobaba y salió el cuento de una. La Mujer
del Inspector se entregó al que vendía boletos. De tanto verse al pasar, cuando
le llevaba merienda a su Marido, ambos bajaban la cabeza al piso.
Terminaron
escondidos en la pensión del Boletero, la primera noche fue timidez, la segunda
alguna caricia, la tercera pareció dar la vuelta al mundo. Él renunció por
carta a su trabajo de Boletero y entre los dos limpiaban oficinas de lugares
importantes, donde hubieran necesitado tres personas más, pero ellos lo
resolvieron así, ganaban buenas rupias y los capos de los lugares, les dejaban
propinas cuantiosas.
Les generaba
simpatía porque eran dos pendejos que se jugaban el esfuerzo, de dejar todos
los días más brillantes sus tareas. Esta vez, sin avisar, se fueron a vivir al
Tigre, les dieron una casita recién construida, cuya función era llevar a los
turistas hasta la Isla Martín García y otras más chicas, que el Río subía y las
tapaba y en las bajadas la gente se divertía, pescando mojarritas, nuca faltaba
el que les abastecía el vino.
Recuperar el
tiempo de hacer el amor o intentarlo, los dos tenían la edad, donde las
hormonas se vuelven locas y vuelta a empezar todo el tiempo, hasta que nacieron
los gurises. Fueron mellizos, un bebé y una bebesa. Ya tenían la parejita.
En uno de los ferrocarriles
nuevos, el Padre de ella, que ansiaba que su hija se casara pronto, para
dedicarse a la bebida y a las mujeres, sin tener que ocultarse. En esa zona de
campo, por vez primera pasó el tren, en el baile anual del lugar, la chica fue
presentada al Inspector de la Estación.
Él le triplicaba
la edad, pero la boda se realizó. Ella no tuvo luna de miel y no hubo ni miel
ni luna. La inocente pensó que casarse era así y al final se acostumbró.
Preparaba dos meriendas, una para su Marido y otra que le daba a escondidas al
Boletero. Cuando huyó de la casa, al Inspector le dio alegría, sentía que era
una putada, arrebatarle la juventud a esa criatura hermosa e ingenua.
Era un hombre
tan generoso, que le pareció una reparación, que su reemplazo lo cumpliese
aquel joven de ojos buenos, “Boletero de la Estación”.

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