Quintina siempre
fue vanguardia. Fueron malas las críticas de su primer concierto, la abucharon,
le tiraron tomates, huevos y cualquier verdura. Se presentó a un segundo
concierto. Ejecutó música de Chopin, Beethoven, Mozart y fue aplaudida de pie,
saludó cinco veces.
—¿Viste cómo les
gusta la música clásica a estos burgueses de mierda?
—El público es
como vos decís, pero la música clásica agoniza, estos conciertos son escuchados
por grupos reducidos, sólo en espacios enormes como el Colón. Y después venís
vos, con tu música nueva que te abre la cabeza, mucha mérde, yo te miro entre
bastidores.
Se acercaba al
piano como a un desconocido. Abría con música clásica, parecía colgar de una
tecla para cederle el espacio a una sola.
Extendía sus brazos a las cuerdas interiores, parecía querer cortar
todas y mientras dejaba que corrieran, golpeaba la tapa del piano creando
sonidos que inquietaban. Solía tocar de espaldas al teclado. Los acordes más
difíciles de los clásicos, de pie. Se desmayaba sobre las teclas con el cuerpo
tocando negras y blancas. Lograba tonos medievales y terminales rockeras.
Dio uso a todo
lo que implicaba un piano. Abandonaba y hacía un saludo principesco. El público
esperaba en un silencio asombrado. Rompieron con un aplauso cerrado, que
pareció eterno. Le arrojaban rosas, claveles y ramos. Justo los que le daban
alergia. No se quedaba a escuchar elogios individuales. Yo la esperaba con la
puerta abierta del auto.
—¿Quedaste
contenta con este triunfo?
Quintina seguía
tocando el piano sin piano, en el tablero del auto.
—No. Quiero más,
necesito crecer para domar mi instrumento y tirárselo a la gente como ellos me
tiran flores, que sé que no merezco todavía. Vayamos a un tugurio de amigos,
tomamos unas copas y ellos tienen el piano libre, porque voy todas las noches y
toco lo que me pidan. Cuando se llena me premian con dinero.
—¿Y eso no te
complace?
—El dinero no me interesa, yo no toco por dinero, toco porque amo la música. Cuando llega y cuando se va. Siempre vuelve, sabe que la espero.

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