Vivía disfrazada
con ropas de la flia, que arrastraba por el piso, una niña con sombreros
estrafalarios.
Ensoñaba para no
extrañar a su padre, que prometió dos meses de ausencia e iba por los dos años.
Quedó a cargo de
la Sra Pepa, bastante indiferente, ni la miraba, ni el beso antes de dormir.
Cuando la
neblina disipaba, veía un peón, casi no caminaba. Trasladaba bolsas al granero,
luego dormiría, pensaba Tany antes de decidir conocerlo.
—Jory, estás
cansado y eso que no llevo anteojos.
—¿Y cómo sabés
mi nombre?
—Por el peón de
Casa. La separación entre tu granero y el mío es virtual, gracias a los árboles
frondosos. ¿Mirá si fuera alambre de púa?
Jory la ayudó a
subir a un entrepiso cubierto de parvas de heno. Las tardes eran en silencio,
cada uno miraba un objeto diferente. Había una ventana, que usando su reflejo,
Tany se miraba y pensaba en que ni una Reina se vería tan bien. Jory y Tany
quedaron enfrentados. Le contó a la niña que siempre vivió solo.
—Yo también,
ayer llamó mi padre, se queda dos años más, no lo extraño si estoy con vos y
los silencios llenos de secretos que me ordenan el alma.
Pepa quiso un
jardinero y pensó en Jory.
El peón fue a
buscar la niña al granero. Apareció como una Reina y Jory la ayudó a descender.
Eso era lo que siempre quiso Tany. Mintió un desmayo. Por fin él la llevaría en
sus brazos, sintió un vértigo angelado, la Casa pendiendo atrás, los ojos
entornados y el disfraz blanco, con una cola que arrastraba barro. Jory tenía
treinta años y era opa de nacimiento. Tany tenía seis, amó esa extraña rareza.

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