Llegué a las
ocho, tenía dolores intensos.
Antes del
horario convenido hacía tres meses.
El Dr.
Cariehondo se fue a Egipto y volvía justo para mi turno. La mejilla se veía
como si tuviera una palta entera en mi boca. En la sala había cuatro pendejos
de caras iluminadas por el dios celular. Dos viejas con sus ojos puestos en
revistas, con hojas como billetes viejos, trasladaron su mirada a mi cara, no
sin antes, avisarse con dos codazos. Me encantó que les diera risa mi dolor, un
momento de esparcimiento para las viejas chotas. Comencé a gritar:
—¡¡Me duelen las
muelas!! Por favor ¡¡Me duelen las muelas!!
Se acercó un
enano de cuatro años:
—¿Te duelen
mucho?
—Sííí.
Él, con la piedad limpia de su añitos, me hizo
un mimo en la mano y dijo:
—Quedate tranquila, llega el Doctor y te
cura, vas a ver.
Esta vez no
lloré por la muelas, sí por el enano tan mágico, que me dejó de doler por un
rato.
Una anciana,
pegada a la puerta del consultorio, con sonrisa permanente, llevaba un frasco
con agua y su dentadura postiza nadando. Me dijo que el dentista era su hijo, a
ella también le daba turno.
—Me salió más
desgraciado que el padre, en cuanto venga te cedo mi lugar. Quedate tranquila,
lo hago por mí, tiene que sacar los dientes que me quedan y como es una bestia,
le tengo miedo. Vos estás asegurada, por tu juventud y belleza, te va a tratar
con delicadeza de orfebre.
Entro el Dr.
Cariehonda, me indicó el sillón de la tortura. Obró con delicadeza y le
agradecí con gentileza.
Me invitó a salir con él esa noche. El Doc
estaba buenísimo, acepté y si la noche pedía extensiones serían otorgadas.
Salí del consultorio y noté que el Dr.
Cariehonda, me miraba el culo con el torno en la mano.
Le di un beso al enano y otro a la anciana,
que tiritaba por ser la próxima paciente.
El Doc llevó la
invitación a su departamento, hizo de mí lo que quiso y lo que no quise
también.
Un día tuve un
encuentro casual con su anciana madre, que preguntó:
—¿Cómo quedaste
después del…después de…bueno después?, sabés a qué me refiero.
La abracé y le
conté de las tres episiotomías que me estaba curando su hijo.
—Bueno, usted
sabrá mejor que yo, es muy apasionado, lo que ignoraba eran las dimensiones,
tenía usted razón, su hijo será una bestia, pero yo lo dejé sin prepucio.

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