El calor iba in
crescendo, las piletas se secaban hasta la mitad, hubo heridos por tirarse
igual, otros que murieron por arrojarse de cabeza a los lisos fondos. Mientras
tanto la vida seguía su ritmo anormal. Bibi se calzó las plataformas, debía
concurrir a siete lugares que cerraban todos a las doce. Mirar su guardarropa
le dio calor. Hacer tantas colas, cuando un pañuelo siquiera, equivalía a un
tapado de piel. Se decidió por el hilo dental, juntó los pelos de su pubis, que
eran largos gracias a no depilarse nunca, los rodeó con el principio del hilo.
Cruzando unos con otros, se cubrió lo más pudendo. La gente la miraba sin
hablar, algunos dejaron sus lugares en la cola, para sacarle fotos con celular.
Ella llegaba primero a todos los escritorios, sus expedientes se firmaban con
manos temblorosas, sin distinguir si aquello era ilícito o estaba de moda.
Terminó sus trabajos antes de lo esperado. Bibi estaba libre y se sentó en un
café con sombra, llegó el mozo —¿Lo mismo de siempre, Bibi?
Ella dijo sí,
mientras sumergía las manos en su cartera buscando el alicate. La calígine
marcaba 43°. Cortó el hilo dental que había cubierto su cuerpo, sintió tanto
alivio que cambió su pedido de café diario, por una botella de litro de agua
mineral, tomó media de un trago y la otra mitad se la tiró en la cabeza. —Señorita
Bibi ¿No desea que quite sus zapatos?
Ella tomó el
vaso del viejo de al lado y mojó el uniforme del mozo.
—Disculpá, pero
tu ropa me da calor con sólo verte.
Joasch, el mozo,
le agradeció, sintió diez minutos de frescura. Bibi pagó más que lo consumido.
—Bibi, con todo
respeto, no sé cómo devolverle tantos favores.
Ella habló con
una pasión de 45° —Vení a mi casa esta noche, ahí me pagás todo entero, o cada
hora y media, sé estimular al trabajador de doce horas. Resucito un muerto,
sinó preguntá en el cementerio.
Cuando terminó
su turno Joasch se hizo presente en casa de Bibi, con 45°, doce horas de
trabajo, esperando alguna resucitación in door.
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