Decidimos tomar
unos vinos de uva chinche en “La Balandra”. Esas tardes de verano donde la
brisa del río es un regalo y los árboles un amparo. Una mesa cuadrada y cinco
sillas en un boliche parecido al abandono. Apareció un tipo gordo, en
musculosa, sin preguntar apoyó una botella y vasos de higiene dudosa; nos
sirvió al mejor estilo: te salpico todo. Era tan rico y nosotros tan sedientos,
que en pocos minutos terminamos hablando
cualquier cosa.
En esas pausas
que suceden, una mariposa de alas inmensas azul violáceo y contornos dorados,
comenzó a libar en una gota de mi vaso. Todos miramos aquella belleza
inesperada, juntamos nuestros silencios para que la reina, reinara. De pronto
una mano gorda y peluda la tomó de las alas. Era el dueño del boliche. La
desapareció. Volvió al rato, con una carpeta de hojas engrasadas y mostraba,
orgulloso, su colección de mariposas atravesadas con alfileres, la última era
la que libó con nosotros. Estaba tan contento cuando se metió en la casa,
festejaba la muerte. Nos fuimos sin pagar.
Aquel episodio
marcó un hito en nuestra memoria, los dos primeros desaparecidos de La Plata
aparecieron torturados y muertos en el boliche de aquel gordo asesino de
mariposas. 
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