Enceraba todos
los pisos del caserón, usaba pinceles para quitar el polvo del torneado de
muebles antiguos. No existía rincón donde los trapos, esponjas, manos de
Carmen, no pasaran diariamente. Sus patrones le guardaban afecto y valoraban
las limpiezas espejadas.
—Hace cinco años
que mis padres no están. ¿Uds no permitirían que repusiera los viejos rosales
blancos, las marimonias, hortensias y dos o tres robles,…?
—Es que a nosotros
nos gusta el césped inglés y los caminos de piedritas, no vuelvas con “hace
cinco años que mis padres no están” ¿Qué tiene que ver hacer un jardín que
junta bichos, atrae mosquitos, hay que mirarlas, regarlas, agregar humus?
—Eso, eso, eso,
para mirarlas, que los ojos festejen. Uds no son así, pero podrían empezar.
—Carmencita,
esta casa, se la compramos a tus padres. Tu Papá estaba en total bancarrota,
por eso sucedió lo que todos sabemos.
A Carmen se le
perdía el sonido de quien hablaba y miraba a sus hermanos en el jardín, jugar
al croquet y se vio a ella, en la hamaca con tres gatos que dormían a los pies
de su cama. Había un monte inquietante, ideal para jugar al miedo.
—Te desmayaste,
Carmen, ¿Estás bien? Bueno, me alegro. Justo teníamos que salir. Limpiá los
goznes de todas la puertas, quiero que se note que son de bronce.
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