A las siete de
la mañana bajaba a la plaza, con un grueso guante de cuero, que le tapaba desde
el codo hasta la mitad de la mano. Llevaba un animal de plumas abundantes,
negro noche y un pico rapaz pronunciado. Un halcón con garras que se tenían del
guante de ella. Lo había domesticado, no agredía a nadie y tenía un estar
plácido.
Un chico, que
había observado la pareja, ella y el pajarón, desde su edificio. Les salió al
cruce
—Hola, vivo enfrente y siempre veo un pájaro más grande que su dueña ¿lo puedo tocar?
—Hola, vivo enfrente y siempre veo un pájaro más grande que su dueña ¿lo puedo tocar?
Intentó acercar
sus dedos a la cabeza, el animal abrió las alas haciendo sombra al sol y puso
una garra en cada ojo. El chico se tenía los ojos con sus palmas. Fue al
Hospital, el halcón se llevó sus ojos. La chica masticaba chicle y decía que el
pájaro lo hizo por celos.
Lo trasladaron a
Quebec, para recibir dos trasplantes de ojos. Hasta le llevaron muestras
auditivas de color para que eligiera por nombre. Los Azules de Ultramar le
parecieron ideales.
La chica lo
acompañó hasta su recuperación.
Los médicos autorizaron
su partida. Ella lo llevó en taxi, hasta el lugar que pudo alquilar. Ni bien
entró y vio al pájaro encima del aparador le pareció una pesadilla. —Tranquilo,
le corté las alas, le extrajeron las garras y no tiene más pico.
Le preguntó por
los ojos que le arrancó su halcón. —Me los llevé a casa, los herví cuatro
minutos, los escurrí, quedaron como aceitunas, le preparé un peceto mechado con
tus ojos. Se lo devoró. Sobró algo, si querés verlo?
No pude creer lo
que escuché —¿Ahora viene la parte donde me pedís que lo pruebe?
La vi arriba del
aparador, abrazada al asesino de ojos.
Tenía miedo que
la matara. ¡Mirá si voy a gastar pólvora en halcones!
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