Era costumbre,
de los pueblos del 50, le llamaban la vuelta al perro. Estaba sentado, desde
las siete de la tarde. El aroma de los tilos, le entornaba los ojos. Llegó a
soñar el éxito de todos sus exámenes. Cuando la vuelta se hizo numerosa, abrió
los ojos y le dio vergüenza su molicie pública. Salió de la plaza y una chica le
alcanzó unos libros, que él olvidó en el banco. Dio las gracias, pero volvió
adonde ella, todavía quieta, lo miraba. Le preguntó si no quería que dieran una
vuelta, juntos. Ella avisó a sus hermanas y caminó al lado del que más le
gustaba desde los seis años y en dieciséis años no cambió de cara, muy al
contrario, se enamoró una y otra vez de él.
La acompañó a su
casa y le propuso verse al día siguiente.
Fueron novios,
se casaron, tuvieron hijos. Pero se desenamoraron y a partir de ahí, los
reclamos y las exigencias, hicieron imposible permanecer en la misma casa.
Se separaron de
común acuerdo.
El pueblo
horrorizado, frente a la primera separación de la zona. La gente, pensaba que
algo anormal, habitaba en ellos.
Se redujeron los
saludos callejeros y los niños eran discriminados, por ser hijos de
“separados”.
El banco de la
plaza, el que ocupaban siempre, quedó vacío. Nadie osó sentarse, por temor a
quedar soltera, ó a lo mejor era negativo para la moral cristiana.
Una siesta de
sol-espada, se cruzaron en la plaza.
Hubo tantos “¿Cómo estás?” que se sentaron en el único
banco que tenía sombra. Era el banco que nadie usaba, ella trataba de llenar el
espacio, diciendo pavada tras pavada, él le miraba el escote y recordó el
trabajo de desabrochar cada botón, la preocupación de ella porque no se
arrugue, “traé más plata…”
La miró a los
ojos y por vez primera, la mirada de escarabajo, sobrevivió a la belleza de los
ojos verde pasto.
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