Tenía que cuidar
lo que dejó, salían mis amigos, que conocían el idioma. Un trotamundos
argentino pidió que le cuidáramos un bolso inmenso, en algunos días aparecería
a buscarlo.
Cuando se fue,
todos miramos el contenido, había tanto dinero que daba asco, entre miedo y
alegría. El Sr que arregló el baño dijo
—¿Sabés por qué
estás tan blanca y triste? Porque en esta pieza no da el sol.
Hice cambio de
guardia con los chicos y crucé a Marruecos. Tomé todo el sol de la tierra,
compré cinco frascos de aceite de patchouli, para diluir en envases que
pudieran venderse. Iba de minifalda, ignoraba las reglas. En el mercado un
marroquí me tocó el culo. Lo corrí y le pellizqué ambos glúteos, mientras sin
soltar le decía quedo —¿Te gusta que te hagan esto? ¡Contestá! ¿Te gusta?
No largué hasta
que asomó la daga. Hora de partir.
Volví a Niza. Toqué
timbre, golpeé, grité sus nombres. Apareció el encargado —Ellos dejaron el
lugar hace tres días.
—¿Y no le
dijeron nada para mí?
El encargado
puso cara de condolencias y me dijo que no.
Bajé los treinta
y nueve escalones. Él, como un fantasma envuelto en lienzos y un sostén de
pañuelo largo con forma de corona gastada. Habló un francés perfecto y yo uno
chapucero. Lo acompañé a un saludo al sol.
Me invitó a
París. La habitación era chica, tenía un tatame en el piso, largo y ancho.
Mientras estábamos en eso, me decía cosas del amor en un francés auténtico. Al
amanecer lo entreví juntando sus trapos, decía —La puta madre, no encuentro la
corona ¡Carajo! Dónde mierda la puse? ¿No la tendrá la mina?
Era argentino el
tipo, me di cuenta por lo obvio para la grosería.
Un argentino de
mierda. 
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