Entré al ascensor con mi maleta, el traslado de papeles y efectivo de las ventas del día.
Subió un tipo
que me sorteó y se detuvo detrás de mí, después otro apresurado, haciendo señas
para que lo esperemos. Se colocó delante de mí.
Nadie habló, en
lo ascensores no se habla, pero se hace.
Yo iba al piso
20. Estuvimos en nada de segundos, el ascensor rapidito, cuando bajás te da jet
lag.
Quedamos
atascados en el 14, el tipo de atrás apoyó algo puntudo en medio de mi espalda.
—Dame la maleta, sinó sos boleta.
—Dame la maleta, sinó sos boleta.
Mi imposible
defensor está agarrado de la puerta como una araña. Cobarde. Yo entreno todos
los días, tengo musculatura, pero no se nota. Aparento flacura y desamparo, le
metí un codazo en medio del esternón, el arma cayó al piso y daba vueltas con
disparos.
Algunos hirieron
al ladrón, la araña cobarde tenía uno puesto en la tela, en la solapa.
El ascensor se
descolgó cuatro pisos, el ladrón quedó en el piso abrazado a la maleta, chato
como un cartón. Los dos estaban muertos, parecían tener más sangre que lo
normal, no dejaba de fluir. Mientras me daba una ducha de sangre, lograron
destrabar la puerta, rescaté la maleta y salí con un “Buenos días” normal.
Afuera llovía a
cántaros, la sangre desapareció.
Regresé para
dejar la maleta en manos de mi Jefe, la tomó con la delicadeza que hubiera
tocado una mujer amada. Yo estaba con las manos agarradas por detrás y los pies
haciendo punta taco, punta taco, esperando el pago. Sacó un arma y me pegó tres
tiros. Fue horrible que me matara, sin saber por qué.
Mi Jefe no era
sólo eso, era “El Jefe”. Según él yo era cobarde y ladrón. Mentía y sus
creyentes lo seguían en el nombre de Dios. 
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