Cuando murió
Catalina, Gregorio quedó mareado, extrañado. Cuando nadie lo miraba, andaba
entre los árboles con la esperanza desencontrada. Soñaba que Catalina decía:
—Gregorio,
te espero en el banco de las casuarinas, mañana a las ocho.
Y allí estaba él,
con dos manzanas, por si ella tenía hambre, tantos días sin comer…locutaba
solo: —No sé por qué me decís que venga, son las doce y no llegaste, eso no me
lo hiciste nunca, decime la verdad ¿Hay otro?
Esa noche, en un
sueño, se encontró con Catalina, flaca y desmejorada. —Perdoná que la otra vez
no fui, igual escuché tu pregunta “¿Hay otro?”, Gregorio, me extraña, ojalá
fuera como vos pensás, pero no, estoy sola y no sabés lo aburrida que es la
muerte. Basta de encontrarnos en los sueños, debés tener esperanza, duele al
principio, pero después se diluye. A mí me pasó con mi primer marido, yo algo
te conté. El dolor con el tiempo se transforma en una foto que besás al pasar y
luego confundís con la lista de compras…
Gregorio se
despertó transpirado, tuvo hambre por primera vez y se bañó de inmersión con
espuma. Terminó de acicalarse, se miró al espejo y parecía como antes de
aquello.
Cruzó a la
plaza, se sentó en el mismo banco, bajo las casuarinas. Tomó sol con ojos
entornados, por vez primera no le dolía el pecho. Una Señora se sentó en el
otro extremo, muy buena moza, sacó su tejido. —Qué linda mañana, no sabe cómo
me gusta escuchar el sonido de las agujas cuando tejen.
Ella suspiró y
contó que desde su viudez, lo único que la distraía era tejer en ese banco…
A Gregorio le
cayó tan bien la Señora, que se animó: —Si no es entrometido ¿Cuál es su
nombre, Señora?
—No, no lo es
para nada, Señor, mi nombre es Esperanza. 
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