—¿No probaste
nunca?, jamás te daría algo que te dañara, no podés escuchar Pink Floyd si
antes no te fumaste un porro.
—Y bueno.-Dijo ella que estaba deslumbrada
por aquellos ojos, uno triste y otro contento-.
Era un trabajo
de orfebre, flores paraguayas. Ella miraba cómo deshacía un pedacito mínimo, lo
vertía en un papelito blanco y suave, con un movimiento imperceptible de dedos
mágicos, aparecía un cigarrito finito finito. —Tenés que dar una pitada breve y
dejar que se entretenga en tu garganta.
Ella lo miraba y
procedió como le dijo, le dio tos y risa, siguió y la tercera vez él avisó. —No, esperá ahora
me lo pasás a mí y así, una pitada vos y la siguiente yo.
Empezó el vinilo
de la vaca y tirados en el piso advirtieron, que sin Pink Floyd no podían
entender la vaca, ella dijo: —El sonido del huevo frito me dio ganas de comer
uno.
—Que sean dos.-Y
él entró en la cocina diminuta, hizo uno para cada uno, tan perfectos como
armaba. Salieron con camisa, redondos, 360 grados y escurridos-.
—¿No te hará
mál?-Le preguntó-.
—Por dios, están
resanitos, por eso el que quema la boca da hambre.¿No?
Le convidó un
coñac caliente, hacía frío. —¿No me hará mal?
—No ¿por qué?
Ella pensó en la
mezcla, porro, huevo frito y coñac. Él cantaba mientras la peinaba y le ataba
los cordones de las zapatillas. Volvieron por Diagonal Norte, él le dio un beso
en la frente, ella apretó el botón del departamento de sus padres.
En el ascensor
recordó el consejo de su Abuela antes de salir: —No aceptes caramelos de
desconocidos.
Fue más
divertido que los caramelos, mañana le cuento. 
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