—Estos uniformes
son espantosos, el color, la rigidez pectoral, las bombachas que estrangulan
los tobillos…
—A mí me ocurre
distinto, nunca tuve botas, mi calzado era ojotas en verano y zapatillas de
tela heredadas de mi hermano, finitas y con algún buraco en el talón o la punta.
Recuerdo un invierno, venían dos chicos de frente, uno me gustaba hacía tiempo.
Me hizo un saludo casi invisible, justo en ese momento se desprendió la goma
completa de mi suela derecha, seguí caminando con la capellada sola, sintiendo
mi planta helada y por no perder dignidad llevaba mi cabeza en alto, pisé un
sorete y escuché a mis espaldas las risas de los chicos, el que me gustaba
levantó la suela, caminó y me alcanzó, me entregó la suela como si fuera una
rosa. —Tal vez puedas pegarla.
Yo, como una
estúpida la metí en una bolsa del Super y dije “gracias”. El chico se dobló de risa
y yo doblé la esquina llorando.
—Eso fue antes,
ahora tenés unos borcegos de cuero abrigados, un cinto que te marca el talle,
un arma de adorno, pero nadie sabe y estos rodetes perfectos, que muchos
envidian, tenemos dieciséis años y si en lugar de pisar baldosas rotas,
camináramos alfombras rojas, otra sería la historia.
—¿Qué otra?
—No sé, otra. 
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