martes, 24 de octubre de 2017

TREINTA Y NUEVE GRADOS


   Sola, encerrada en la cocina, hacía un calor nada frecuente para este lugar. La pileta estaba sucia, el motor quemado y el aire acondicionado no funcionaba. Dos recursos que me dejaron con treinta nueve grados adentro de mi casa. Estaba la posibilidad del río y la certeza de estar seco. Me acosté en el mosaico y tocaron el timbre. Era un ladrón muy simpático y educado. Lo hice pasar y le pedí que guardara el arma, me daba fea impresión.
   —¿Dónde está el dinero? Si no es molestia.-Dijo casi con pudor-. 
   Imploté, sentí calor volcánico interno.
   —Está en falta.
   El chorro ni me escuchó, sumergido en un libro que tomó de mi biblioteca. Preguntó si se lo prestaba.
   —¡Cómo no! Puede llevarlo a condición que cuando termine me lo devuelva.
   —Yo siempre devuelvo, a una docente como usted con más razón. 
   Lo miré desconcertada, le pregunté cómo sabía mi profesión.
   —Me di cuenta porque tiene libros interesantes, lenguaje cuidadoso y una sola banana, con mosquitas, en la frutera.
   Quiso atarme a una silla, no se lo permití. Siempre me dio claustrofobia la inmovilidad forzada. Le propuse al ladrón que se sentara y me esperara. Yo sé buscar en mi casa sin desordenar. Hice lo posible, pero no encontré nada. Él se deprimió y dejó colgar la cabeza sobre el pecho. Le pisé la única banana que me quedaba. La puse con mosquitas y todo. Me pareció más nutritiva. Le di de comer como a un bebé con cucharaditas espaciadas. Cuando estaba en eso, sentí un calor diabólico. Tomé el arma de su bolsillo y le disparé, mientras le llenaba la boca con un repasador.
   Ahora estoy acá, fresquita. No saben si darme prisión perpetua, arresto domiciliario o licencia sin goce de sueldo.
                                                           

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