Sola, encerrada en la cocina, hacía un calor
nada frecuente para este lugar. La pileta estaba sucia, el motor quemado y el
aire acondicionado no funcionaba. Dos recursos que me dejaron con treinta nueve
grados adentro de mi casa. Estaba la posibilidad del río y la certeza de estar
seco. Me acosté en el mosaico y tocaron el timbre. Era un ladrón muy simpático
y educado. Lo hice pasar y le pedí que guardara el arma, me daba fea impresión.
—¿Dónde está el
dinero? Si no es molestia.-Dijo casi con pudor-.
Imploté, sentí calor volcánico interno.
Imploté, sentí calor volcánico interno.
—Está en falta.
El chorro ni me
escuchó, sumergido en un libro que tomó de mi biblioteca. Preguntó si se lo
prestaba.
—¡Cómo no! Puede
llevarlo a condición que cuando termine me lo devuelva.
—Yo siempre
devuelvo, a una docente como usted con más razón.
Lo miré desconcertada, le pregunté cómo sabía mi profesión.
Lo miré desconcertada, le pregunté cómo sabía mi profesión.
—Me di cuenta
porque tiene libros interesantes, lenguaje cuidadoso y una sola banana, con
mosquitas, en la frutera.
Quiso atarme a
una silla, no se lo permití. Siempre me dio claustrofobia la inmovilidad
forzada. Le propuse al ladrón que se sentara y me esperara. Yo sé buscar en mi
casa sin desordenar. Hice lo posible, pero no encontré nada. Él se deprimió y
dejó colgar la cabeza sobre el pecho. Le pisé la única banana que me quedaba.
La puse con mosquitas y todo. Me pareció más nutritiva. Le di de comer como a
un bebé con cucharaditas espaciadas. Cuando estaba en eso, sentí un calor
diabólico. Tomé el arma de su bolsillo y le disparé, mientras le llenaba la
boca con un repasador.
Ahora estoy acá,
fresquita. No saben si darme prisión perpetua, arresto domiciliario o licencia
sin goce de sueldo.
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