En el campo de
mi Abuela, los quesos y las facturas de cerdo se colgaban en jaulas de alambre
mosquitero, a la sombra de los eucaliptus. Cuando el sol daba fiero, nubes de
moscas rodeaban los fiambres protegidos. —Laura, no les des con el periódico
enrollado, es peor, se van para adentro.
A Ema, su
hermana, la exasperaba la testarudez de Laura, tanto como las moscas. Las
noches de calor se prendían espirales para espantar los mosquitos. Las moscas
se hacían las distraídas y bordaban con sus excrementos, carteles de protesta,
por el abuso de poder con respecto a las moscas desaparecidas. Aprovechaban las
siestas de Ema y Laura para hacer manifestaciones dónde exigían la aparición
con vida de las moscas Mónica Del Plato y su compañera, Tomasa Del Borde. Para
ser escuchadas entraban por las chimeneas, sobrevolaban a las viejas durmientes
y las puteaban en idioma mosca.
Años después, cuando
Ema agonizaba y Laura sostenía su mano, las últimas palabras fueron:
—Ahora, me
puedo asomar al infinito, te aseguro Laura, que no es ni luz brillante, ni
cielo tranquilo. El infinito está punteado con excrementos de moscas blancas.
Vení pronto, Laura, es un espectáculo para compartir con una hermana, aunque
sea tontita como vos.

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