Lo conocían por
el ala del sombrero que le tapaba la cara. No sabíamos su historia, pero hasta
le inventamos un nombre.
La mujer lo dejó
una tarde de Septiembre, con palabras tiernas que sobraron de aquel amor
inquieto. Él seguía yendo a tomar unos mates con los otros inquilinos. Si algún
cuento lo hacía reír, le prestaba el sombrero por un rato.
No usaba la seña
acostumbrada, levantaba de prepo la mano ajena, no importaba que fuera hombre,
mujer o nadie. Bailaba un tango competente, que a veces lo dejaba solo y él
seguía. Total, los tangos no terminan nunca, ni siquiera en el Septiembre que,
sólo él, reconocía.

No hay comentarios:
Publicar un comentario