martes, 26 de junio de 2018

OJALÁ



   Se educó a sí misma y con una Abuela que estaba a cierta distancia de su personita, Ana no podía ver el mundo, su devolución era que persona alguna advirtiera su ceguera. Tuvo padres que se fueron sin despedidas y sin regreso. La Abuela le enseñó a manejar su abundante fortuna. Desde la ausencia de su familia, siempre quiso vivir sola. Tenía un método que fue depurando con años, empezó con caminatas en redondo, en cuadriláteros, usando sus propios pies en los cálculos. Luego fueron las manos, tocando baldosas, tierra, ángulos, agua.
   La familia le dejó una pared completa de casetes que reemplazaban el Braille, con sonidos e instrucciones para escribir como si fuese vidente. El experimento lo realizó un australiano, con un chico ciego que nunca nadie supo. Cuando Ana logró salir de la casa, descubrió la plaza de enfrente por el olor del laurel medicinal, los piñoneros, aromos. Los oídos, el olfato, las brisas, los mismos desplazamientos del aire daban cuenta que podía reconocer el mundo como si lo viese.
   Su casa tenía una aldaba, el Cartero llamó una mañana, era un telegrama donde le comunicaban el deceso de su Abuela. El Cartero prefirió leerle el texto, porque la vio frágil y asustada: —Mire, Señorita, acá le informan que su Sra Abu…
   Ana lo interrumpió con soberbia y dolor: —Sí, no se moleste, sé leer, me sorprendió porque éste es el primer telegrama que recibo en mi vida…
   Caminaba por el parque y le aparecieron amigos, dos gatos que recibían mimos y alimentos, una familia de zorzales que le cantaban cuando usaba el banco y se sentaban al lado. Una mañana apareció el cartero, sin el carterón: —Buenos días, Ana, perdoná que te tutee, pero somos de la misma edad.
   Ana miró hacia donde provenía la voz: —¡Pero por favor! Disculpá que no te vi, pero los animalitos me distraen.
   Y fue así, primero palabras, después invitaciones a tomar algo. Un día Iván puso su mano en la de ella y como no se mostró escurridiza, le tomó las dos, le tiró vapor de su boca, hacía frío y esas manos estaban heladas. Ana recorrió sus dedos largos, suaves, tibios. Cada encuentro Ana le recorría la cara con sus manos, como si lo mirara a los ojos, le tocaba los párpados y una vez de más confianza, tocó su boca, el espesor y aterrizó en el pelo, lo sintió rubio y luego supo que de ese color, era. Él también, en una caricia tocó un pelo finito y largo, como una sola pluma. La invitación de Iván a conocer su casa, había fuego de chimenea, sillones que presintió y él la sentó con suave prepotencia.
   Había olor a Iván, con tostadas: —Qué linda es tu casa, Iván, igual a vos, perdoná no quise…
   Ana levantó la mesa del té, conoció el camino a la cocina, lavó las tazas, eso sí no supo dónde ubicarlas. Iván le tomó la cintura: —Te prohíbo que trabajes.
   Se reclinaron en un sillón amplio y Ana lo miró con ojos cerrados, mientras él le besaba todo el cuerpo. Iván nunca pareció darse cuenta y Ana se alegraba que no supiera nada.
   Él se enteró el día del telegrama, no entendió por qué detalle. Ana le hacía descripciones imaginadas, de cada lugar que fueran.
   Iván sonreía, porque ella mentía colores, que ojalá.

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