Se educó a sí misma y con una Abuela que
estaba a cierta distancia de su personita, Ana no podía ver el mundo, su
devolución era que persona alguna advirtiera su ceguera. Tuvo padres que se
fueron sin despedidas y sin regreso. La Abuela le enseñó a manejar su abundante
fortuna. Desde la ausencia de su familia, siempre quiso vivir sola. Tenía un
método que fue depurando con años, empezó con caminatas en redondo, en cuadriláteros,
usando sus propios pies en los cálculos. Luego fueron las manos, tocando
baldosas, tierra, ángulos, agua.
La familia le
dejó una pared completa de casetes que reemplazaban el Braille, con sonidos e
instrucciones para escribir como si fuese vidente. El experimento lo realizó un
australiano, con un chico ciego que nunca nadie supo. Cuando Ana logró salir de
la casa, descubrió la plaza de enfrente por el olor del laurel medicinal, los
piñoneros, aromos. Los oídos, el olfato, las brisas, los mismos desplazamientos
del aire daban cuenta que podía reconocer el mundo como si lo viese.
Su casa tenía
una aldaba, el Cartero llamó una mañana, era un telegrama donde le comunicaban
el deceso de su Abuela. El Cartero prefirió leerle el texto, porque la vio
frágil y asustada: —Mire, Señorita, acá le informan que su Sra Abu…
Ana lo
interrumpió con soberbia y dolor: —Sí, no se moleste, sé leer, me sorprendió
porque éste es el primer telegrama que recibo en mi vida…
Caminaba por el
parque y le aparecieron amigos, dos gatos que recibían mimos y alimentos, una
familia de zorzales que le cantaban cuando usaba el banco y se sentaban al
lado. Una mañana apareció el cartero, sin el carterón: —Buenos días, Ana,
perdoná que te tutee, pero somos de la misma edad.
Ana miró hacia
donde provenía la voz: —¡Pero por favor! Disculpá que no te vi, pero los
animalitos me distraen.
Y fue así, primero
palabras, después invitaciones a tomar algo. Un día Iván puso su mano en la de
ella y como no se mostró escurridiza, le tomó las dos, le tiró vapor de su
boca, hacía frío y esas manos estaban heladas. Ana recorrió sus dedos largos,
suaves, tibios. Cada encuentro Ana le recorría la cara con sus manos, como si
lo mirara a los ojos, le tocaba los párpados y una vez de más confianza, tocó
su boca, el espesor y aterrizó en el pelo, lo sintió rubio y luego supo que de
ese color, era. Él también, en una caricia tocó un pelo finito y largo, como
una sola pluma. La invitación de Iván a conocer su casa, había fuego de
chimenea, sillones que presintió y él la sentó con suave prepotencia.
Había olor a
Iván, con tostadas: —Qué linda es tu casa, Iván, igual a vos, perdoná no quise…
Ana levantó la
mesa del té, conoció el camino a la cocina, lavó las tazas, eso sí no supo
dónde ubicarlas. Iván le tomó la cintura: —Te prohíbo que trabajes.
Se reclinaron en
un sillón amplio y Ana lo miró con ojos cerrados, mientras él le besaba todo el
cuerpo. Iván nunca pareció darse cuenta y Ana se alegraba que no supiera nada.
Él se enteró el
día del telegrama, no entendió por qué detalle. Ana le hacía descripciones
imaginadas, de cada lugar que fueran.
Iván sonreía, porque
ella mentía colores, que ojalá.

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