—Escuchá este
tango, pero no con los oídos, con el alma, aunque esta música no te va…, sos tan
joven.
Babá se acordó
de su abuela, ojos almendrados, celestes y pícaros. De joven se casó con un
policía, año 1920, que le gustaba la milonga más que los asados. Antes de salir
para el bailongo, aspiraban cocaína sin decir nada, ni entre ellos ni a nadie,
era rica de antes. Bailaban hasta pasada la madrugada. Quedó viuda a los
sesenta. Su hijo, nuera y nietos, vivían en la parte inferior que tenía tantos
ruidos como años, anunciando su derrumbe. Había un mueble que era biblioteca,
con tierra, papeles, carpetas, libros en todos los idiomas, en la parte
superior un águila gubeada por alguien paciente. Tenía alas abiertas que no se
sabía si eran una protección o una amenaza. Tita decía: —Ambas cosas, pero
tiene seis metros de alto el escritorio.
Nadie pudo
llegar a lustrar su techo, mi nuera trató una vez, pero se le quebró una
pierna. De su boca salieron sapos y culebras, después decía: —Disculpe, Suegra,
disculpe que sea tan mal hablada.-Y le besaba las manos-.
La abuela vivía
arriba y a los setenta y cuatro se casó con un viejo, dueño de la deferencia de
los hombres solos y amante del tango. Admiraba a Tita, que usaba rímel en sus
pestañas arqueadas, le daban marco a sus ojos oblicuos más celestes que el
cielo. Su nuera le hacía la ropa, viajaba a Bs As, para copiar modelos, era una
costurera excepcional, vestía a toda la familia.
Por las noches,
los tortolitos nóveles, como les decía su nieta, bailaban el tango haciendo un
ruido infernal, en el piso de madera. Tuvieron miedo que se cayera. Taconeando
antigüedades, con la música alta y sin descanso. Babá me preguntó: —¿Esos
elongues, no serán por tomar merca?
Yo le decía: —Una
pareja tan añosa, estarían muertos si lo hicieran, ¿sabés qué me parece?, le
dan a licorcitos de muchos colores y se los ve tan apasionados que de allí
saldrían sus energías.
Para su primer
aniversario, les regalamos un disco de Piazzola. Escucharon con ojos cerrados.
El marido de Tita, la convidó con un vasito de ginebra. —Esto bien merecen los
estrenos, vamos Tita, bailemos esta música rara, nueva e insolente.
Una mañana bajó
la abuela con un pañuelito de puntillas: —Ay, Babá querida, dejó de latir sin
avisarme nada. Sino lo acompañaba. No ha de faltar mucho para que yo le haga el
gancho y él me acepte con la deferencia de los hombres solos…

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