Tomaba sol en una
reposera, cerca de la pileta. Había árboles y flores, las abejas libaban
alrededor de donde estaba él, no lo picaban nunca. Le tenían la confianza de un
amigo.
Sobrevolaban el
agua y si alguna estaba a punto de ahogarse, él salía de inmediato, con un
colador, la retiraba al sol, hasta que secaba. Todas lo querían, era
veterinario de abejas. Agradecían la resucitación y le besaban la cabeza.
Aparecía otra en
igual situación, él usaba el mismo método. Cuando se tiraba a la pileta, le
ofrecían el regalo de una danza circular. Si una compañera tocaba el agua, otra
le hacía señas con las alitas, para avisarle lo que sucedía. Si no tenía a mano
el colador, la sacaba apoyada en su mano. La que daba el aviso, se retiraba
dando las gracias. Él conocía el lenguaje de las abejas y ellas le contestaban
en idioma de abeja.
Les dedicaba el
día, hasta que el sol se retiraba. Había algunas que las llevaba adentro, las
moribundas de noche fría las refugiaba en su casa, cerca del calor de una
lámpara. Cuando se retiraba a dormir, se apagaban las luces. Para que no
tuviera frío, la más problemática la apoyaba en la almohada, con cuidado de no
aplastarla. Si no, la trasladaba al pelo lacio de su mujer. Tenía la garantía
que iba a estar en un lugar mullido. Su mujer no se movía en toda la noche.
—No me gusta
despertar con una de tus amigas, enredada en mi pelo.
Parecía tener
celos de las abejas, al final las aceptaba. Ellas se sentían tan seguras en la
casa, que dormían adentro.
Se llenó de
abejas grandes y pequeñas, que ocuparon los pasillos, el comedor, el baño y la
cocina. Ellas daban la vida por aquel matrimonio. Construyeron un panal en la
bohardilla y hacían caer miel dentro de un frasco. Ellos quedaron encantados,
desayunaban tostadas con miel.
Los amigos
dejaron de visitarlos, tenían miedo de las picaduras. Pensaban que se habían
vuelto locos. Se dieron cuenta.
—No son tan
amigos, después de todo, mejor.
Les brindaban
tantas satisfacciones, nadie se atrevía a dejarles las facturas de servicios,
ni ensuciaban la vereda. Eran tan generosas que algunas dieron su vida, para
sumergirse en una paella que le dio un gusto rico y sutil.
Un día, entraron
unos ladrones policías, fueron atacados con miles de picaduras, hasta matarlos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario