Le llamaban
“engaña baldosas”. Era rengo con bastón, igual las engañaba. Vivía con un
hermano que nunca salía, a lo sumo para limpiar el umbral, después se encerraba
sin llave.
En un costado
había un jardín selvático y una enredadera, formaba parte del afuera, haciendo
que los peatones cruzaran la calle, para evitar aquella fronda, que no tenía
olor a nada. Hacían guiso de lentejas, invadían la atmósfera de los vecinos.
Entre ellos hablaban con gruñidos.
Nos gustaba
espiar por la cerradura. Dormían en dos catres de campaña, en el zaguán. El
resto de la casa estaba lleno de gatos y dos perros que ladraban todo el día.
Nosotros éramos
los muchachos de la esquina. Un día pasó el engaña baldosas y le hicimos una
zancadilla. Cayó largo a largo en la vereda. Yo lo quise ayudar, aquello no era
un juego, éramos vagos y no teníamos piedad.
Él rechazó mi
ayuda y con mucha dificultad, apoyado en el bastón, se puso de pie y no dijo
nada. Traía una bolsa llena de paquetes de lentejas y dos manzanas que rodaban
y rodaban. Otro de los muchachos juntó lo que se había caído y se la quiso entregar.
Él no podía sostener nada, lo acompañamos hasta su casa. Nos atendió el hermano
y le costó encontrar la bolsa que le entregamos. Me di cuenta que no veía nada.
Tenía un bastón blanco, era ciego y agradeció con un “gracias”, para adentro.
Mi Madre les
llevó para Navidad, un pan dulce y una botella de sidra. A pesar de golpear la
puerta de la casa misteriosa, no la atendió nadie. Dejó en el umbral lo que les
llevaba.

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