Las campanas de
la Iglesia, daban las horas del día. Eric escapaba de su casa para escucharlas
bien cerca, sentado en un banco de la plaza. Prefería las doce, porque eran
muchas y tapaban los sonidos de la calle. Lo ponían en estado de gracia. Las
réplicas parecían recorrer todo su cuerpo.
Eric quiso
conocer el campanario. Un día lo decidió y subió. Admiró las campanas y comenzó
a tañirlas. Llamó su atención, que carecían de badajos. Las sogas estaban, se
colgó de allí hasta que las manos le sangraron y se escucharon sus réplicas.
Provenían de una grabación estridente. El aparato se encontraba dentro de una
puerta de latón. Era tan obsecado que detuvo la grabación, miró con asombro los
badajos y estaban en el suelo. Se trepó, los colocó y con toda la fuerza de un
niño peleando contra un monstruo, quiso tañirlas, pero no pudo. Tenía las manos
llenas de sangre y habló: —Cristo, pareces una parodia, de los que te
crucificaron. Ni con las manos vendadas, jamás iré a misa.
Eric abandonó
sus creencias antes de salir de aquel engaño. Una de las campanas se desprendió
y él quedó encerrado, nadie lo socorrió, nadie se dio cuenta. Lo encontraron
por la mañana, tenía una corona de espinas, estaba agonizando, escuchó las
réplicas y una voz de otro mundo le anunció que al tercer día, resucitaría
entre los vivos.
Y así fue, Eric
era judío.

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