Explotó una
bomba en el subterráneo de Londres, aunque comenzaron los gritos del dolor y el
espanto, una chica de doce años se prendió de mi saco. Sangraba por la cabeza y
la nariz, tenía la boca partida y unos ojos que suplicaban con pupilas
dilatadas.
Estaba haciendo
una pasantía en Medicina. Tenía una cierta experiencia y la porté al
consultorio de mi casa. Realizamos los primeros auxilios con la ayuda de mi
Mujer. Le suturamos las heridas más importantes y usamos remedios para quitar
el dolor y aumentar la cicatrización.
El shock fue más
importante que las heridas. Quedó muda. En informes posteriores, nos enteramos
que sus Padres, habían muerto en el accidente. La adoptamos como hija y
llegamos a saber su nombre, por infinidad de investigaciones complicadas.
Se llamaba
Clarice. Mi Mujer, que diseñaba juegos didácticos artesanales, le hacía cubos
de colores, pájaros que volaban, puzzles de chocolate, marionetas y muñecos.
Sus diseños se
vendieron en toda Inglaterra. Llegó a pagar la mitad de nuestra casa. Consultamos
Psicólogos de niños, pero lo único que lograron, fue a Clarice mirando todo el
día por la ventana. Pasaron tres años, bajaba de peso, comía si le daban
cucharaditas en la boca. Creció en
altura, pero seguía sin hablar nada.
Una Nochebuena
le regalamos un vestido de hada, con alas multicolores y tules superpuestos. Le
pusimos el paquete en sus manos y le pedimos que abriera la caja. Clarice se
puso el vestido alado y sonrió por primera vez. Dijo: —Muchas gracias, Papá y
Mamá.
Nos abrazamos
los tres, emocionados.
Pidió que le
abriéramos la ventana y se arrojó hacia afuera. Nosotros pensamos lo peor, pero
Clarice nos sorprendió con sus alas enormes por el aire, hacía círculos y
piruetas. Cuando quiso entrar, cerró sus alas y se sentó en una silla del
comedor, tomando los cubiertos, preguntó: —Mis Queridos Padres, ¿Cuándo
comemos? Tengo muchísimo hambre.

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