Suan y yo,
caminamos dos vueltas a la plaza, cumpliendo el protocolo del barbijo y la
careta. Necesitamos tomar aire que nos regalan los árboles. Desde que empezó mi
tercera edad, me caigo seguido. La suerte me acompaña, me ayudo con las manos y
levanto los pies.
Hoy me caí de
cara al pedregullo. Me salió sangre de la nariz, me partí el labio y rodaron
los anteojos. Suan me ayudó, no había nadie, ningún imbécil que pregunte:
—¿Quiere que la ayude, Abuela?
Para mí es una
humillación aterrizar en las veredas. Uso barbijo blanco y se tiñó de rojo. Los
anteojos se salvaron, es lo primero que no olvido. Sonaban esos parlantes que
gozan tirando pálidas. Y las sirenas de las dieciocho horas, que nos mandan a encerrarnos
en nuestras casas. Con Suan tenemos el privilegio de un jardín con estanque,
rodeado de palmeras y aguaribays. Cuando camino, recuerdo que hace siete meses
que no veo a mi hijo, nos separan 400 kilómetros. Eso duele mucho más que mis
caídas.
Suan arregló el
auto y en el mes de octubre, lo iremos a visitar. No es igual mirar las fotos y
los videos de su casa, con rincones tan amables, que me producen la intensa
necesidad de abrazar mi hijo Rocamadur. Usando las palabras que me presta
Cortázar: “Rocamadur, bebé, dientecito de ajo, corazoncito de juguete”.

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