Me revisaron la
valija, dijeron que las cenizas de mi padre, más el dentífrico alemán y mis calcetas
verdes tenían un costo de impuesto de 20.000 dólares. Al señor que iba adelante
mío no le revisaron nada y eso que los euros, sobresalían del maletón. Saqué
algo de lo que al tipo le sobraba, pagué mis derechos.
Tenía cara de
huevo duro y tuve el desagrado de compartir butacas.
—Tenemos un largo viaje, pero hablando pasa rápido, le
tengo miedo al avión y eso que voy y vengo.
Si le asomaba
tanto dinero de su bolso, no estaba lejos de episodios de conocimiento público.
Me habló con voz de borracho corrupto, tomaba píldoras cada diez minutos. Iba
al baño seguido, aún cuando había turbulencias, regresaba a su butaca con
nuevas energías, indudable, se daba saques de merca, peor que en los baños del
Congreso. Yo comencé a dirigirle la palabra con el mismo lenguaje que él usaba —¿Cómo
van tus negocios? Hablá en voz baja, no quiero que el pasaje se entere de
nuestras matufias.
Se puso contento,
para su única neurona, éramos dos mafiosos que trabajaban para el gobierno. —Y
vistes cómo están las cosas, yo me estoy llevando de a poco. Creo que ahora
exageré, me vine con una maleta que revienta. Me cubre la tarjeta atravesada
que dice “Servicio Diplomático”. Paso por donde quiera. Ninguno se atreve a
dirigirme la palabra, tienen cagaso, eso me viene bien.
Cuando
aterrizamos fuimos cada uno por su lado, me saludó con un guiño de ladrón
curtido. En la cinta él no estaba, pero sí su maleta. Me di cuenta por la guita
que asomaba. Tomé la valija y caminé sin mirar a nadie, con la cabeza erguida.
Me fue a buscar mi mujer, que preguntaba por las cenizas de mi padre, el
dentífrico alemán, sin olvidar las calcetas verdes.
—Mi padre dejó
sus cenizas de modo pródigo, como era él.
Cuando llegados
a casa abrí la maleta, mi mujer se desmayó.
Le duró tres
minutos. De pie, mirando el cielo me abrazó —Yo sabía que mi marido era un
triunfador. 
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