viernes, 22 de septiembre de 2017

DEL LLANTO A LA RISA


   En la calle principal de Tonett, el paisaje sosegado, invitaba turistas al más añoso de los hoteles. Por su altura, establecida en la montaña más arbolada de la región. Se le decía calle, pero no lo era. Simples piedras centenarias acompañaban a todo el que desviaba su rumbo. El hotel se designaba con el nombre del lugar “Gran Hotel Tonett”. Los dueños, anualmente, traían ejemplares nuevos de árboles de Japón, regresaban con inmediatez.
   En apariencia eran un matrimonio armónico de mutua gentileza. Todo el personal sabía que aquello encubría peleas continuas y maltrato cubierto de maquillaje. El tabique quebrado de él, fue el regalo de aniversario de ella. Sus aposentos ocupaban un lugar, en el remate final del hotel. Mucamas, Cocineros, Ama de Llaves y Mayordomo, escuchaban a través de las cañerías las desventuras de ambos. —Es mejor que mirar series, decía Jannette, la encargada de las llaves.
   Las Mucamas jóvenes escuchaban e iban del llanto a la risa. Shamir, el Cocinero más antiguo y Jefe de Cocina, decía: —Son importantes las desavenencias, y peligrosas, pueden tener un final trágico para ellos y que prescindan de nuestros servicios.
   Tómas, el Mayordomo, viudo cuatro veces, echaba paños fríos. —No afligirse antes que las cosas sucedan.
   Por anciano y prudente era escuchado con respeto. Un día dejó de hablar la mujer y el marido prohibió el aseo de sus cuartos. Se escuchaban pasos, las noches que las nubes envolvían el hotel, la mujer bajaba a una fuente termal, pasaba horas en el agua. El marido no la acompañaba.
   En horas tempranas se lo veía entreverado entre las hojas, llegar a la fuente. —¿Cómo pasaste la noche, Pisonnette?
   Y la respuesta era sonidos de agua. Pasaban los días y se repetía la misma escena. Algo cambió, él reiteraba su pregunta habitual y el agua no se escuchaba.
   Cuando partieron los turistas, cerraron la temporada y el Gran Hotel Tonette, hermetizó sus portales con barrales de hierro medievales.
   El personal vivía allí todo el año, los más jóvenes iban hacia la ciudad para visitar sus padres o rendir exámenes. Todo se cubría con lienzos blancos y se clausuraban los cuartos. La gente vivía en los subsuelos, sin horarios ni mandatos. No dieron importancia a la ausencia de los dueños, sus exóticas vidas dejaron de asombrarlos.

   Un domingo soleado decidieron pasear hasta la fuente termal. Iban cantando, pero una escena desoladora los enmudeció. La Señora Pisonnette y su esposo se hallaban en las orillas, desollados y las manos con el mismo diseño que las patas de halcón. En silencio horadaron sendos pozos y los depositaron. Sin reír ni llorar, volvieron a sus actividades. Abrieron el Gran Hotel Tonette en tiempo y forma, tantos turistas recibieron que habilitaron los aposentos de los finados. Aumentaron las tarifas, Tómas y Jannette se encargaban de las recaudaciones y los fines de mes, repartían en partes iguales, al personal, tan eficiente, que hasta bajaban al pueblo a pagar los impuestos correspondientes. Shamir compraba las provisiones.
                                               

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