En la calle
principal de Tonett, el paisaje sosegado, invitaba turistas al más añoso de los
hoteles. Por su altura, establecida en la montaña más arbolada de la región. Se
le decía calle, pero no lo era. Simples piedras centenarias acompañaban a todo
el que desviaba su rumbo. El hotel se designaba con el nombre del lugar “Gran
Hotel Tonett”. Los dueños, anualmente, traían ejemplares nuevos de árboles de
Japón, regresaban con inmediatez.
En apariencia
eran un matrimonio armónico de mutua gentileza. Todo el personal sabía que
aquello encubría peleas continuas y maltrato cubierto de maquillaje. El tabique
quebrado de él, fue el regalo de aniversario de ella. Sus aposentos ocupaban un
lugar, en el remate final del hotel. Mucamas, Cocineros, Ama de Llaves y
Mayordomo, escuchaban a través de las cañerías las desventuras de ambos. —Es
mejor que mirar series, decía Jannette, la encargada de las llaves.
Las Mucamas
jóvenes escuchaban e iban del llanto a la risa. Shamir, el Cocinero más antiguo
y Jefe de Cocina, decía: —Son importantes las desavenencias, y peligrosas,
pueden tener un final trágico para ellos y que prescindan de nuestros
servicios.
Tómas, el
Mayordomo, viudo cuatro veces, echaba paños fríos. —No afligirse antes que las cosas sucedan.
Por anciano y
prudente era escuchado con respeto. Un día dejó de hablar la mujer y el marido
prohibió el aseo de sus cuartos. Se escuchaban pasos, las noches que las nubes
envolvían el hotel, la mujer bajaba a una fuente termal, pasaba horas en el
agua. El marido no la acompañaba.
En horas
tempranas se lo veía entreverado entre las hojas, llegar a la fuente. —¿Cómo
pasaste la noche, Pisonnette?
Y la respuesta
era sonidos de agua. Pasaban los días y se repetía la misma escena. Algo
cambió, él reiteraba su pregunta habitual y el agua no se escuchaba.
Cuando partieron
los turistas, cerraron la temporada y el Gran Hotel Tonette, hermetizó sus
portales con barrales de hierro medievales.
El personal
vivía allí todo el año, los más jóvenes iban hacia la ciudad para visitar sus
padres o rendir exámenes. Todo se cubría con lienzos blancos y se clausuraban
los cuartos. La gente vivía en los subsuelos, sin horarios ni mandatos. No
dieron importancia a la ausencia de los dueños, sus exóticas vidas dejaron de asombrarlos.
Un domingo
soleado decidieron pasear hasta la fuente termal. Iban cantando, pero una
escena desoladora los enmudeció. La Señora Pisonnette y su esposo se hallaban
en las orillas, desollados y las manos con el mismo diseño que las patas de
halcón. En silencio horadaron sendos pozos y los depositaron. Sin reír ni llorar,
volvieron a sus actividades. Abrieron el Gran Hotel Tonette en tiempo y forma,
tantos turistas recibieron que habilitaron los aposentos de los finados.
Aumentaron las tarifas, Tómas y Jannette se encargaban de las recaudaciones y
los fines de mes, repartían en partes iguales, al personal, tan eficiente, que
hasta bajaban al pueblo a pagar los impuestos correspondientes. Shamir compraba
las provisiones.

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