Rondaban los
cuarenta. Se conocían del edificio que habitaban, sólo mujeres y ancianas.
Hasta la Portería la maneja una mujer fisgona, de gesto amargo. Tiene sus
razones, su marido y sus dos hijos murieron cuando se desprendió el ascensor
del piso dieciocho.
Seis de las
cuarentonas se reunían en alguno de los pisos, grandes en exceso para una sola
persona. La primera vez fue en lo de Obdulia, empieza con una charla tan normal
que da sueño, terminó con un pedo general de pisco, aguardiente, ron, vino del
barato y del caro. Las ropas pacatas desprendieron sus botones y las faldas
trepan a sus cabezas. Cada mujer cuenta su historia, más patética que las otras,
se ríen tanto que ponen música y bailan cada histeria, rompiendo todas las
copas, sin servilletas amortiguantes. Se despiden con nombres cambiados,
dejando huellas de sangre de pies lastimados. Cada una se lleva media mema de
vino, tomada del pico.
La Portera,
acostumbrada a la desgracia, cuando descubre las pisadas de sangre y algún
calzón colgando de la baranda, o un zapato atascado en una puerta, llamó al
911. Pasan cuatro horas y los Malchicos no vinieron. Es fregona la Portera y
fóbica, limpia las manchas de sangre, mete en un quematuti el calzón y el
zapato, lustra los goznes de las puertas de cada piso y por último encera.
Cuando llega la
Policía, junto a los Peritos, los Fiscales, los Abogados de parte, Jueces
sobreados y cámaras de Televisión. A la Portera que los recibió, la hacen a un
lado y queda sentada en el piso. Durante el recorrido no encuentran mácula de
ningún tipo, ni tipa, en ningún piso. Parecía un edificio dónde no viviera
nadie.
Se retiran en
amargo montón, con bronca y en silencio, tal es la frustración. Alguien alza la
voz y dice: —Al final, en esta ciudad de mierda, nunca pasa nada.
—Yo lo que no sé,-reflexiona
un Juez, con voz papal-¿Con qué carajo vamos a rellenar los diarios mañana? 
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