Venían de Salta
en una camioneta roja de alta gama. Hacía más de dos años que no se
encontraban. Ella quería agasajarlos, compró vajilla nueva, Made in France,
diseñó un menú con frutos de mar y verduras de quinta sin hormonas.
La mesa
principesca, tendida desde temprano, debido a la ansiedad que le producía la
llegada de su niña. Recién casada con el Marqués Garchunsky, 50 años más grande
que su niña, poseedor de 50 castillos más grandes que el único que ella ni
poseía, lo alquilaba. Las propiedades del viejo Marqués Garchunsky rodeaban el
mundo.
Se hizo presente
el padre que odiaba a su mujer por pretenciosa, engrupida y sin tetas, él
vestía unas calzas verde musgo, una guayabera rojo enceguecedor y unas
zapatillas fluorescentes de bailarín putazazo.
La saludó
canyengue. —Buenos días Señoritinga Villa 31, ¿te compraste tetas, o son de
utilería?
A ella le tomó
desesperación por el comportamiento posterior de su exmarido tahúr.
—Te pido Yiyi, que finjas que sos el sodero de mi vida.
—Te pido Yiyi, que finjas que sos el sodero de mi vida.
—Veo que tu
graserita rebalsa, no seas bruta, mujer de mi vida. No soy sodero como tu
viejo.
—Y no le digas a
la niña que es hija de puta, qué culpa tiene ella de mis debilidades.
—No me jodas,
boluda, porque me saco el cinturón y le doy un tinte rojo a tu piel blanca
finada.
De pronto
escucharon la puerta de un vehículo. —¡Cuánto hace que no nos vemos, padres!
Tanto que a veces me olvido y pienso que soy huérfana.
Los padres
tuvieron un ataque compulsivo de sensibilidad, se abrazaron y lloraron a lo
bestia.
La hija tuvo que explicar que era una broma, jamás olvidaría que semejantes personajes, eran sus padres.
La hija tuvo que explicar que era una broma, jamás olvidaría que semejantes personajes, eran sus padres.
Les presentó al
Marqués de Garchunsky, flaco, alto y enjuto. Caminaba con dificultad, debido a
una operación de todo su esqueleto, en Rumania. Faltaban cirugías, que la niña
dosificaba. Le cuchicheó a su madre en el oído. —Cuando quede nuevo te lo
traigo, vendrá con sorpresas muy gratificantes, por cierto. Y para que veas
cuánto te quiero, te lo voy a prestar. Eso sí, no abuses de mi generosidad.
Fue raro, cuando
se sentaron a la mesa parecían normales. Hablaban quedo, dejaban algo en los
platos, elogiaron a la anfitriona. Bebieron con prudencia y tomaron café en la
terraza. Convengamos que esa última secuencia fue de un aburrimiento execrable. 
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