Su vista de
privilegio permitía que de niña, Otila contara cuántos granos de sal le ponía
el abuelo a la sopa. Cosa que al viejo le prohibieron por su presión alta y sus
cuatro ACV consecutivos, de los cuales salió airoso. Otila corría a decir su
padre.
—El abuelo echó doscientos cincuenta granitos de sal en ese brebaje
inmundo llamado sopa.
Con las moscas
le sucedía igual, si alguna se posaba en la mesa, contaba sus patitas, la cifra
exacta se reducía por sobrevivir a la guerra con palmetas. Sabía cuántas patas
de gallo tenía su madre, de sólo verla cruzar con el plumero.
—Mami, tenés dos
patas de gallo nuevas, ahora son cuatro.
La madre, con
desesperación le cerraba la puerta en la cara y corría a ponerse cremas.
Otila se aburrió
de los cálculos cuando notó que sus aciertos disminuían. La llevaron al
oculista y sus dioptrías, lejos o cerca, necesitaron el uso de anteojos. Ella
no soportó portar sobre la nariz el peso del nuevo beneficio que sintió
maléfico. Luego de dos horas se los quitó con fastidio y los enterró en una
maceta.
Comenzó a ver
fuera de foco y le dio al mundo una lectura diferente, que produjo sorpresas,
como ver a su madre hecha una pendeja y al abuelo, muy joven para morir así de
pronto. Otila se miraba en los espejos, con aberración esférica, eran sus
predilectos, elegía ser gorda o flaca según la ocasión. Cuando todas sus amigas
se casaron, la tristeza convirtió lo que la rodeaba en contornos fluo. Y la
libido se le despertó expansionista. Saciaba sus deseos con los maridos de sus
amigas.
Lo prohibido le
otorgaba más satisfacciones de las esperadas. Su madre ignoraba la vida secreta
de su hija. —Otila, creo que un novio te vendría muy bien, llegaron tus treinta,
después aparecen tipos de oferta, que son un oprobio.
Se casó con un
dueño de varios lotes de vacas lecheras. Para la ocasión eligió un vestido
blanco con manchas negras, estilo Holando. La abuela le regaló el cinturón de
su boda, su hermana le apoyó un pie en el trasero, para que cerrara en el
primer agujerito. El hacendado, de catarro agarrado, la llevó de luna de miel a
Punta Lara, en su vieja camioneta destartalada. Chocaron en la primer rotonda,
el novio murió instantáneo.
Acudieron los
padres de inmediato, el padre logró articular —¡Qué mala leche!
Otila pensaba en
llegar cuanto antes a la city, para reorganizar su agenda de encuentros
pasionales con los maridos de sus amigas. 
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