La escalera
giraba, la baranda de la escalera giraba y lejos, siete pisos más abajo, el
círculo perfecto de un mandala, con otro círculo de diámetro menor y una
estrella que giraba por dibujo, no por acción. Las baldosas blancas romboidales
salían de la puerta principal y la de servicio, que se juntaban en una arista
doble. Teníamos prohibido salir del departamento. Mis primos y nosotros,
vivíamos en las casas chorizo de La Plata, donde después de un patio había un
pasillo y otro patio y al final un jardín frutoso. En Bs As estaban mis
abuelas, que tenían una sala para charlar palabras que no entendíamos. Había
tres livings de adorno, por los tapizados.
—Ésto me aburre,
vamos afuera.-Decía Luis-.
—Está prohibido.-Decía
yo, que era obediente.
—Siempre lo
mejor está afuera.
Y abría la
puerta Felipe. —Ponele un almohadón, sino tendremos que tocar timbre, las
abuelas son sordas pero atiende María, que es tan santa que está publicada en
el rosario. ”Santa María.”
—Y cocina como “Dios”.-Dijo
otro-.
—Y porque es la “Madre”,
está en el rosario también.
Éramos benditos,
corrimos a la baranda, todos apreciábamos el caracol de los escalones, Lucas
sabía cuántos eran, porque una vez se animó a bajar. —Los de subir son el mismo
número. No estoy seguro, volví en ascensor.
—Chicos, miren
fijo abajo, el círculo más chico gira, si lo mirás te hace volar.-Dijo no sé
quién, éramos nueve-.
—Llevo reloj, le
calculamos cinco minutos de mirar sólo eso.
—Yo no llego,
soy petiso, dijo Ángel.
Lo ayudamos el
primer sector de la baranda, no alcanzaba, subió solo al segundo, casi doblaba.
Usaba anteojos, vería mejor que nosotros. Cuando llegamos a los cinco minutos
nos mareamos, alguno tuvo náuseas. La puerta se cerró, María nos abrió mientras
decía nuestros nombres.
—Falta uno,
chicos, ¡ya! me dicen dónde está.
A ninguno le
importó, era una pregunta frecuente. María buscó y nada. Se asomó por la
baranda, Ángel estaba en el centro del mandala, se le notaba una sonrisa que
pintaba de rojo todo su contorno. 
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