Un homicidio de
dos personas, la casa estaba en venta, tenía un riacho de tres metros de
profundidad, con un puente japonés, un estar enorme, con aperturas vidriadas y
lucarnas por donde entraba el sol.
La compramos sin
saber su historia anterior, siendo legalmente obligatorio, que el vendedor
informa el comprador, tales hechos. En el puente instalamos una techada para
tomar el té. Sucedían cosas extrañas, desbordó el riacho e inundó la casa, me
di cuenta cuando desperté, acariciando el agua que no llegó al colchón.
Nos calzamos
botas de pesca, pero se inundaron, optamos por andar el agua en patas. No había
llegado al puente, tomamos un desayuno frugal bajo la techada. Él se fue con el
termo a la casa más próxima, bastante alejada. Quedé mirando ranitas y sapos,
aparecieron unas manos, teniéndose del puente, blancas, con líquenes
entreverados. Salté del puente al primer escalón de la casa, resbalé y pegué
con la cabeza en un soporte de bronce. Por suerte llegó, me desperté en un
gomón, preguntando.
—Te desmayaste,
flor de golpe. ¿Cómo fue?
No pude creer,
la casa inundada y nosotros haciendo remo, le conté el episodio de las manos y
contestó: —¡Qué delirio! Eso fue por el golpe.
Si eso lo dejaba
tranquilo, suprimí que las manos fueron el móvil de mi caída. Yo,
desequilibrada, era preferible a la ignorancia del otro. Llamamos al tipo que
nos vendió la casa. Vivía en Misiones, cuando le dijimos quiénes éramos, se
reía a carcajadas y cortó. Éramos jóvenes, ni se nos ocurrió hacer la denuncia.
Llamamos personal de Bomberos, desagotaron la casa y bajó el nivel del riacho.
El olor a humedad no se iba, ventilamos, días. Cuando secó pintamos, pero el
olor a humedad persistía.
—Flaca, el otro
día, no te pongas mal, pero leyendo el diario en el puente, unas algas como
serpientes, treparon desde el estanque, al ritmo de mis ojos, me rodearon la
garganta, casi me asfixian, pero tenía la sevillana en el bolsillo y me liberé.
Vos sabés que se metieron en el agua como si nada hubiera sucedido?
Después del
relato la casa volvió a inundarse, había una fuerza ajena que nos acostumbró a
circular en botes por la casa. Dormíamos en los botes, nos alimentábamos con sándwiches,
que aparecían misteriosamente en el puente. Descubrimos que los líquenes daban
un calor superior a un acolchado, eran suaves, mansos.
Dejamos de usar
ropa, las algas crecían de nuestros poros. No sé si era el principio o el fin,
nuestros botes chocaron y nos hundimos en el riacho, nadamos por abajo del
agua, fue providencial que pudiéramos respirar en ese líquido fangoso y no
salimos más. Teníamos una capa de agua gruesa, echamos raíces, me depilaban los
líquenes, era algo tan diferente de lo que habíamos vivido, que allí nos
quedamos.

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