viernes, 29 de marzo de 2019

TOLDO



   Mi Abuela vivía en una casa vieja, con recortes extraños, si no hubiera sido por eso, no entraba luz. Así tuve el gusto de conocer a Lela, mi primo Guillermo, mis Tías Mimí y Alex y una procesión de parientes cercanos, que me levantaban la autoestima que Mami destruía sistemáticamente. Elogiaban mis pestañas, los rulos del pelo que yo detestaba, qué linda figura para hacerme vestiditos.
   Después de una siesta breve, se reunían en una galería cubierta, con un sector rectangular abierto, al que habían colocado alambres y una tela naranja con rayas grises y negras, se llamaba toldo. Y se corría de día, para que pasara el sol o mirar la lluvia. Tenía cuatro años y me sentaba en la falda de mi Abuela, mejor que un sillón, cómoda y mullida, tenía la ventaja que era vaivén y me proporcionaba sentido de protección. Miraba el toldo arrinconado, era un velero descansando, formaba tablas cerradas. Yo dormitaba y lo que hablaban era un arrullo. A las tres de la tarde corrían el toldo.
   —¡Me van a matar! Se me viene encima y me va a comer como el lobo a los chanchitos…¡Ay, quiero que me salven, me duelen los oídos…!
   Bajaba de la falda de Lela y corría a mi escondite, me envolvía en una manta y lloraba como una perra. Ni mi Tía Mimí, ni mi Papá, me podían encontrar. Me preguntaban si Guille me pellizcó, si el gato me arañó…
    Yo no quería decir nada, si el toldo se enteraba que lo había denunciado, la próxima vez, a lo mejor, me entregaba al viejo de la bolsa.

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