Mi Abuela vivía
en una casa vieja, con recortes extraños, si no hubiera sido por eso, no
entraba luz. Así tuve el gusto de conocer a Lela, mi primo Guillermo, mis Tías
Mimí y Alex y una procesión de parientes cercanos, que me levantaban la
autoestima que Mami destruía sistemáticamente. Elogiaban mis pestañas, los
rulos del pelo que yo detestaba, qué linda figura para hacerme vestiditos.
Después de una
siesta breve, se reunían en una galería cubierta, con un sector rectangular
abierto, al que habían colocado alambres y una tela naranja con rayas grises y
negras, se llamaba toldo. Y se corría de día, para que pasara el sol o mirar la
lluvia. Tenía cuatro años y me sentaba en la falda de mi Abuela, mejor que un
sillón, cómoda y mullida, tenía la ventaja que era vaivén y me proporcionaba
sentido de protección. Miraba el toldo arrinconado, era un velero descansando,
formaba tablas cerradas. Yo dormitaba y lo que hablaban era un arrullo. A las
tres de la tarde corrían el toldo.
—¡Me van a
matar! Se me viene encima y me va a comer como el lobo a los chanchitos…¡Ay,
quiero que me salven, me duelen los oídos…!
Bajaba de la
falda de Lela y corría a mi escondite, me envolvía en una manta y lloraba como
una perra. Ni mi Tía Mimí, ni mi Papá, me podían encontrar. Me preguntaban si
Guille me pellizcó, si el gato me arañó…
Yo no quería decir nada, si el toldo se
enteraba que lo había denunciado, la próxima vez, a lo mejor, me entregaba al
viejo de la bolsa.

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