Esos reproches
insoportables, con esa voz de enfermo.
—¿Quién comió mi
mermelada anoche? ¿Quién tiró una miga y ensució la alfombra?
Debe ser por eso que Mamá se fue de casa, no
nos dijo ni a nosotros, su nuevo paradero. Se quedaba sin aire cuando mi
hermano Agustín la miraba.
—¿Quién cambió
mi oso del estante de arriba?, sé quién fue, mi Mamá metiche.
Papá, antes de
acostarse, miraba bajo la cama. —Veo dos pelusitas de pantuflas rosas, yo así
no puedo dormir.
Mamá tenía una
aspiradora de mano y las sacaba. Después abría la cama: —¿Quién puso este juego
que pica? Hacé las camas con las sábanas blancas, sin arrugas, porque si no
tengo pesadillas. ¡Ya!
Creo que esa
noche Mamá tomó el piróscafo. La respuesta de Papá fue superlativa: —El que se
va sin que lo echen, vuelve para irse con permiso y llevándose uno de sus
hijos, Agustín, que come hasta lo de sus hermanos.
Un día apareció
con una mujer llamada Dulcinea, alta, con la piel blanca como la lecha larga
duración y el pelo color oro 18k, hablaba susurrando. En una comida, Papá
anunció que en quince días, se casaría con Dulcinea, pudo divorciarse porque
era amigo del Juez, que usó la figura: “Por abandono de persona, mándese a
casar con otra, tal como dicto yo”.
Forró la casa
con tules blancos, usó la vajilla blanca del casamiento anterior, nosotros vestidos
de blanco y con pajaritas negras. Mandó hacer una torta con escalones. Arriba
la decoró con Dulcinea, casi no tenía peso específico, por su levedad levitosa.
La torta tenía escalones que daban a donde mi Padre la esperaba con admiración.
Ella tenía diez años más que Agustín, tan contento como nosotros, por tener una
Madrastra que lo sacara a Papá de los reproches permanentes. Nosotros hicimos
de mozos, encargados de repartir los manjares y las bebidas, entre los
invitados, eran pocos, pero venían con hambre atrasado. No dejaron ni una miga.
Papá no hacía jamás reproches a Dulcinea, a nosotros nos
mandaría a un Internado, para poder repartir su amor en cualquier lugar que se
encontrara Dulcinea. Sufríamos hasta el domingo, único día libre para vivir en
nuestra casa. Papá pasaba ese día en lo del Juez, no soportaba nuestra
presencia, decía que le dábamos jaqueca.
Dulcinea quedaba
con nosotros, a Papá no le gustaba ir con ella, porque el Juez no le sacaba los
ojos de encima. Ella jugaba con nosotros como una más. Nos hacía dormir siesta,
su único defecto. Dulcinea llevaba a Agustín a dormir con ella: —Es el que más
cariño necesita, extraña a su Madre, pobrecito.
Ese día llegó mi
Padre a devolvernos al Internado. Faltaba Agustín que partió con Dulcinea,
desconociendo su nuevo paradero. Mientras Papá se arrancaba los pelos, decía: —Qué
desagradecida, Dulcinea, cómo la extrañaré, a Agustín no, porque siempre fue un
pendejo de mierda.

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